Aportes de la Historia

Notas dispersas sobre Historia

Fuentes sobre la esclavitud en el siglo XIX (Parte II): Fragmento de Memorias de un Cimarron de Miguel Barnet.

Barnet, Miguel, Memorias de un Cimarron, Biblioteca Total, Memorias y autobiografías, Centro Editor de América Latian, 1978, Buenos Aires.

La literatura nos ha aportado a partir de su construcción del estilo novela y testimonio la reconstrucción de esta narración “Memorias de un Cimarrón” escrita en 1966 por Miguel Barnet a partir del relato del esclavo cimarrón Esteban Montejo y que retrata con extrema crudeza el rigor del sistema esclavista que imperaba en las Plantaciones y que tan bien plasmara Moreno Fraginals.
Creemos interesante también que el lector pueda acercarse al trabajo de Nina Gerassi – Navarro el cual le dará una interesante aproximación a esta obra. Hemos elegido este pequeño fragmento como complementario a la parte uno .

En los ingenios había negros de distintas naciones. Cada uno tenía su figura. Los congos eran prietos aunque había muchos jabaos. Eran chiquitos por lo regular. Los mandingas eran medio coloraúzcos. Altos y muy fuertes. Por mi madre que eran mala semilla y criminales. Siempre iban por su lado. Los gangas eran buenos. Bajitos y de cara pecosa. Muchos fueron cimarrones. Los carabalís eran como los congos musungos, fieras. No mataban cochinos nada más que los domingos y los días de Pascua. Eran muy negociantes. Llegaban a matar cochinos para venderlos y no se los comían. Por eso les sacaron un canto que decía: «Carabalí con su maña, mata ngulo día domingo». A todos estos negros bozales yo los conocí mejor después de la esclavitud.

En todos los ingenios existía una enfermería que estaba cerca de los barracones. Era una casa grande de madera, donde llevaban a las mujeres preñadas. Ahí nacía uno y estaba hasta los seis o siete años, en que se iba a vivir a los barracones, igual que todos los demás y a trabajar. Yo me acuerdo que había unas negras crianderas y cebadoras que cuidaban a los criollitos y los alimentaban. Cuando alguno se lastimaba en el campo o se enfermaba, esas negras servían de médicos. Con yerbas y cocimientos lo arreglaban todo. No habla más cuidado. A veces los criollitos no volvían a ver a sus padres porque el amo era el dueño y los podía mandar para otro ingenio. Entonces sí que las crianderas lo tenían que hacer todo. ¡Quién se iba a ocupar de un hijo que no era suyo! En la misma enfermería pelaban y bañaban a los niños. Los de raza costaban unos quinientos pesos. Eso de los niños de raza era porque eran hijos de negros forzudos y grandes, de granaderos. Los granaderos eran privilegiados. Los amos los buscaban para juntarlos con negras grandes y saludables.

Después de juntos en un cuarto aparte del barracón, los obligaban a juntarse y la negra tenía que parir buena cría todos los años. Yo digo que era como tener animales. Pues bueno, si la negra no paría como a ellos se les antojaba, la separaban y la ponían a trabajar en el campo otra vez. Las negras que no fueran curielas estaban perdidas porque tenían que volver a pegar el lomo. Entonces sí podían escoger maridos por la libre. Había casos en que una mujer estaba detrás de un hombre y tenía ella misma veinte detrás. Los brujos procuraban resolver esas cuestiones con trabajos calientes.

Si un hombre iba a pedirle a un brujo cualquiera una mujer, el brujo le mandaba que tomara  un mocho de tabaco de la mujer, si ella fumaba. Con ese mocho y una mosca cantarida, de esas que son verdes y dañinas, se molía bastante hasta hacer un polvo que se les daba con agua. Así las conquistaban.

 Otro trabajo era tomando el corazón del sunsún y haciéndolo polvo. Ese se lo tiraba a la mujer en el tabaco. Y para burlarse de ellas nada más que había que mandar a buscar cebadilla a la botica. Con esa cebadilla cualquier mujer se moría de vergüenza, porque el hombre la ponía en un lugar a donde ellas se fueran a sentar y si nada más que les rozaba el traste, las mujeres empezaban a tirarse vientos. ¡Había que ver a aquellas mujeres con la cara toda untada de cascarilla tirándose vientos!

Los negros viejos se entretenían con todo ese jelengue. Cuando tenían más de sesenta años no trabajaban en el campo. Aunque ellos verdaderamente nunca conocían su edad. Pero da por resultado que si un negro se cansaba y se arrinconaba, ya los mayorales decían que estaba para guardíero. Entonces a ese viejo lo ponían en la puerta del barracón o del chiquero, donde la cría era grande. O si no ayudaban a las mujeres en la cocina. Algunos tenían sus conucos y se pasaban la vida sembrando. En esas tareas andaban siempre, por eso tenían tiempo para la brujería. Ni los castigaban ni les hacían mucho caso. Ahora, tenían que estar tranquilos y obedientes. Eso sí.

Yo vide muchos horrores de castigos en la esclavitud. Por eso es que no me gustaba esa vida, En la casa de caldera estaba el cepo, que era el más cruel. Había cepos acosta-dos y de pie. Se hacían de tablones anchos con agujeros por donde obligaban al esclavo a meter los pies, las manos y la cabeza. Así los tenían trancados dos y tres meses, por cualquier maldad sin importancia.  A las mujeres preñadas

Les daban cuero igual, pero acostadas boca abajo con un hoyo en la tierra para cuidarles la barriga.  ¡Les daban una mano de cuerazos! Ahora, se cuidaban de no estropearle el niño, porque ellos los querían a tutiplén. El más corriente de los castigos era el azote. Se los daba el mismo mayoral con un cuero de vaca que marcaba la piel. El látigo también lo hacían de cáñamo de cualquier rama del monte. Picaba como diablo y arrancaba la piel en tiritas. Yo vide muchos negros guapetones con las espaldas rojas. Después les pasaban por las llagas compresas de hojas de tabaco con orina y sal.

 La vida era dura y los cuerpos se gastaban. El que no se fuera Joven para el monte, de cimarrón, tenía que esclavizarse. Era preferible estar solo, regado, que en el corral ése con todo el asco y la pudrición. Total, la vida era solitaria de todas maneras, porque las mujeres escaseaban bastante.  Y para tener una, había que cumplir veinticinco años. Los mismos viejos no querían que los jovencitos tuvieran hembras. Ellos decían que a los veinticinco años era cuando los hombres tenían experiencias. Muchos hombres no sufrían, porque estaban acostumbrados a esa vida.  Lavaban la ropa y si tenían algún marido también le cocinaban. Eran buenos trabajadores y se ocupaban de sembrar conucos. Les daban los frutos a sus maridos para que los vendieran a los guajiros. Después de la esclavitud fue que vino esa palabra de afeminado, parque ese asunto siguió. Para mí que no vino de África; a los viejos no les gustaba nada. Se llevaban de fuera a fuera con ellos. A mí, para ser sincero, no me importó nunca. Yo tengo la consideración de que cada uno hace de su barriga un tambor. (1)

(1) Barnet, Miguel, Memorias de un Cimarron, Biblioteca Total, Memorias y autobiografías, Centro Editor de América Latian, 1978, Buenos Aires. p.15.

Edición: Van Hauvart Duart, Maximiliano L. Estudiante  UNMdP.

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Carlos-2

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