Aportes de la Historia

Notas dispersas sobre Historia

Más alla del mostrador: Reflexiones en torno de los pulperos y las pulperías de Buenos Aires (A modo de conclusión) por Carlos A. Mayo.

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D.N.D.A. Registro de autor 5.274.226

Pulperos y Pulperias de Buenos Aires 1740-1830 (I)

Carlos Mayo, Director

ISBN 937-9136-15-2

Capítulo 6

Más alla del mostrador; Reflexiones en torno de los pulperos y las pulperías de Buenos Aires (A modo de conclusión) (II)

Carlos A. Mayo

Los pulperos de Buenos Aires habían permanecido como grupo social y empresario en la penumbra de nuestra historia. La memoria de la tradición y la mirada de la historiografía salvo contadísimas excepciones, estaba centrada fundamentalmente en la pulpería, sobre todo en la pulpería rural, y aquélla era rescatada antes que nada como centro de sociabilidad y antro donde además de algunos otros productos se vendían sobre todo bebidas alcoholices. Escudriñados desde el Cabildo -desde el Estado para ser más exactos- y rescatados desde el testimonio entre sorprendido y nostálgico de viajeros y contemporáneos, la pulpería y el pulpero estaban más cerca del pecado y la transgresión que de la redención, expulsados una y otro de ese territorio más neutro y también más gris que es la normalidad cotidiana. Pero esa imagen satanizada se reveló demasiado simple, demasiado esquemática. Era más mítica que real. Para empezar el pulpero de Buenos Aires era mucho más que ese fantasmagórico personaje siempre igual a sí mismo clavado detrás del legendario mostrador, tenía rostro y estaba, por supuesto, encarnado en una historia personal; tenía además una clara entidad demográfica.

 Reclutados fundamentalmente entre los inmigrantes de origen peninsular-como sus congéneres más ricos, los comerciantes importadores-exportadores no faltaban tampoco los nacidos en Indias; especialmente en Buenos Aires. Durante el período colonial tardío, sin embargo, el predominio de los españoles parece haber sido muy marcado; sólo algo menos dé una tercera parte era de extracción criolla. Después de la Revolución -que hostigó a los peninsulares- es probable que el número de pulperos criollos haya crecido, así como el de otras nacionalidades. Es un tema que habrá que ahondar.

Que los pulperos gallegos sean, de lejos, los más numerosos no puede sorprender demasiado: Galicia, asolada por el minifundio y el sistema señorial, era tierra de emigración. De manera que los típicos pulperos del ocaso del orden colonial tendían claramente a ser peninsulares. Eran de alguna manera la contracara de la elite mercantil y burocrática también ella dominada por españoles de nacimiento pero rica y poderosa. El pulpero peninsular era, en efecto, el otro español, el español oscuro, pobre, desprestigiado socialmente que se mezclaba con la plebe, que trataba cara a cara con la población criolla de la ciudad, el español olvidado por la Historia colonial. Algunos hicieron fortuna y dejaron descendientes aún más prósperos, pero la mayoría de los aquí estudiados murieron como pulperos, es decir marginados del poder y despreciados por sus coterráneos de la élite. ¿Sólo por ellos? Sin duda cuando la plebe daba rienda suelta a su fobia contra estos gachupines locales estaban pensando quizás menos en el Virrey que en el pulpero de la esquina, ese gallego que despotricaba contra la haraganería y los vicios de sus clientes mestizos, negros, indios o criollos y que en la trastienda retenía las prendas que aquéllos le habían empeñado (1). Ese pulpero era, después de todo, el gallego que había entrado en su vida y en su barrio.

Las prácticas mercantiles de nuestros pulperos no eran un mero torpe y elemental repertorio de pillerías, el suyo era también un arte de comerciar, un poco rústico pero arte al fin; con mucho de intuición, bastante creatividad y una variedad de estrategias y recursos más rica y sofisticada de lo que se creía. Para empezar llevaba un registro de sus cuentas. Que éstas fueran desaliñadas y parecieran confusas no significa que cumplieran mal su papel, en todo el caso el autor de esas rayas y anotaciones parecía entenderlas admirablemente bien. Formó sociedades comerciales con otros pares y cuando uno lee esos sencillos contratos redactados entre ellos para darles forma no deja de sorprender el crudo sentido común y clara racionalidad que los recorren. Hacían balances periódicos y recurrían a ardides contables bastante más sofisticados, aún en su sencillez, de lo que podía esperarse para registrar la marcha del negocio, y el reparto de las utilidades y las pérdidas. En realidad ese arte de comerciar, sus estrategias y sus límites, venían determinados desde la misma economía; el abrumador número de competidores en el mercado (más de 400 pulperías se lo disputaban palmo a palmo) las oscilaciones a veces brutales de la economía y de los precios -sequías que encarecían el trigo y el pan-, guerras marítimas -de las que fue pródigo ese fin de siglo XVIII- que secaban o saturaban alternativamente la plaza de productos que vendían las pulperías, los mismos rodajes extorsivos

de un sistema comercial que no había renunciado al ideal y las prácticas del monopolio- la escasez de moneda sencilla (que sin embargo circulaba en Buenos Aires más de lo que se creía) junto a los bajos y a veces irregulares ingresos de buena parte de su clientela reclutada entre los sectores medios, bajos y aún marginales de la población (algunos para peor empujados por sus ocupaciones y extracción migratoria a la itinerancia o sea tentados a marcharse de la ciudad sin saldar su cuenta con el pulpero) eran básicamente los factores que más radicalmente condicionaban los negocios de aquellos pulperos. Si no los tenemos en cuenta no vamos a entender las reglas, el sentido y las prácticas mismas de ese arte de comerciar. ¿Hasta qué punto estaba éste basado en el fraude, la estafa y la expoliación del cliente? Sin duda no faltaron pulperos tramposos que adulteraban el vino sistemáticamente, compraban como Juan del Castillo productos robados a gauchos y esclavos, estafaban al cliente en el peso y estimulaban la embriaguez de sus parroquianos para aumentar la venta de sus existencias de aguardiente. Sin embargo, es dudoso que muchos pulperos hayan adoptado sistemáticamente esa manera fraudulenta de hacer negocios por la sencilla razón que ello los hubiera llevado a la ruina: con 400 pulperías en la ciudad el cliente, que no era tonto, tenía alternativas para esa pulpería de mala repu Ladón. El pulpero que se hacía fama de ladrón estaba condenado a perder lo más ganado de su clientela. Sin duda no debieron ser pocos los pulperos que sucumbieron a la tentación a cometer un fraude o una picardía con algún cliente distraído y más aún con quien no lo era en momentos de apremios económicos para su negocio pero ese pulpero era seguramente consciente de que abusar de esas prácticas podía volverse rápidamente en su contra. Más expoliadores que los fraudes que algunos pulperos hacían desde el mostrador eran en realidad los altos márgenes de ganancia que el negocio les aseguraba. No estaban en ello solos, los grandes márgenes de ganancia eran propios de todo ese mundo mercantil monopolista donde, como decía Manuel Belgrano, comprar por dos y vender por cuatro parecía lo más natural del mundo y una regla de oro que también observaban religiosamente los grandes comerciantes importadores -exportadores. En todo caso el arte de comerciar de nuestros pulperos no se reducía exclusivamente a la práctica cotidiana de la estafa sino que, inclusive, recurrió a estrategias más legítimas e imaginativas para atraerse a su clientela y aumentar sus ventas, estrategias como la yapa, descuentos en el precio según la cantidad de mercaderías adquiridas, hacer circular la guitarra de la pulpería entre los parroquianos, o invitarlos a consumir dulces, quesos, pasteles y otros productos desde la vistosa vidriera del local. En realidad lo que todas esas estrategias de marketing y aún las consabidas prácticas transgresoras están revelando no es el poder del pulpero sino, al contrario, su relativa debilidad en un mercado y en un rubro mercantil altamente competitivo y muy volátil.

 El cliente, repetimos, no era tonto y en realidad también hacía a veces de las suyas. No se entregaba inerme a la codicia de un pulpero -vampiro que además lo habría tratado con rudeza y mala fe. Todo lo contrario, uno de los secretos del éxito de ese arte de comerciar que ejercían nuestros minoristas era precisamente el trato personal. El trato personal estaba en la base de la relación del pulpero con su cliente, «ese particular estudio en complacerlo que, en sus propias palabras, ponía aquél»(2). El trato amistoso y a veces calculadoramente cómplice, la sonrisa forzada, la paciencia frente a las demandas y aún las quejas de un buen cliente, el chisme del barrio susurrado en voz baja a la mujer del herrero, el hecho mismo, cargado de ambigüedad, de fiarle al cliente o la yapa dada al esclavo o al muchacho de los mandados, debieron figurar en el repertorio de actitudes más socorridas de aquellos fatigados comerciantes minoristas. El trato personal sin duda tenía también sus límites y su costado perverso. La paciencia y bonhomía del pulpero se acababan con la plata del cliente o la borrachera violenta de un peón camorrero que ya había dejado sus últimos reales en la partida de truco que acababa de jugar y se rehusaba a abandonar el local. Pero aún en sus tratos más edulcorados con sus clientes la relación personal no dejaba de mostrar su lado oscuro. Ese pulpero que me fía, también es mi acreedor y me presiona para que le pague, tiene mi levita, mi recado, mi mate de plata, ese que empeñé en un momento de apuro y a este paso va a acabar quedándose con él. El pulpero a su turno se siente traicionado cada vez que  se entera que un cliente, ese que creía suyo y casi su amigo, le compra furtivamente a su competidor de la otra esquina. El trato personal era en realidad una faceta clave en un tipo de negocio donde, precisamente, el éxito y el fracaso estaban en parte basados en las condiciones y aptitudes personales del pulpero como pequeño empresario. Obtener buenos precios y buenos proveedores, la frugalidad en sus gastos personales, y sobre todo tener buen ojo para dar crédito evitando «los malos fiados», parecían ser condiciones del éxito o por lo menos la mera supervivencia en un negocio sometido a brutales fluctuaciones. El pulpero tenía rostro y sus prácticas mercantiles eran más sofisticadas de lo que parecían, más aún el pulpero exitoso dotado de un genuino espíritu empresario -el negocio llamaba a muchos pero aquí también los elegidos debieron ser bastante menos- seguía reinvirtiendo sus utilidades de la única manera que parecía sensata incluso a los altos miembros de la élite económica y de la Iglesia; esto es diversificando sus inversiones para asegurarse varias fuentes de ingresos.

 La compra de esclavos era una inversión atractiva, también desde el punto de vista social; tener esclavos era un signo de estatus y nada le interesaba al pulpero más que borrar la nota de indignidad social con que su ocupación era tachada, la nieta de muchos parece haber sido tener esclavos y retirarse del también socialmente ignominioso «despacho del mostrador», confiado ahora a su «administrador», en otras palabras convertirse él mismo, si podía en un pequeño cuasi rentista, a cubierto de la miseria y las malas rachas con la compra de otra pulpería, que pondría, si podía, a cargo de otro «habilitado», algún lote, otra vivienda, un cuarto de alquiler, o bien una quinta en los extramuros. En todo caso esas inversiones tendían, como las de los grandes comerciantes, a concentrarse en la ciudad y sus arrabales. Muy pocos compraron estancia o ganado, después de todo para qué invertir en esa pampa azotada por el indígena, sometida a los caprichos del clima, con peones indisciplinados (él los conocía bien, estaban entre sus parroquianos) Y en una actividad en la ganadería vacuna extensiva dela que sabían poco y nada, y que les dejaba un margen de utilidad inferior al que, en los años buenos, les dejaba su pulpería? Pero los que asomaban la cabeza eran los menos. La mayoría no paso de tener una sola pulpería y vivir una vida austera y a menudo acechada por la indigencia en casa alquilada y sin eslavos, por cierto. Aun así el estilo de vida del pulpero promedio distó de exhibir el primitivismo que parecía caracterizada si hemos de creer el testimonio de algunos viajeros y memorialistas. Mejor vestido de lo que se creía, en el marco de una existencia que, sin embargo, seguía dominada por la austeridad y la sencillez, los más ricos llevaron una vida social y religiosa muy activa, se afiliaron a las Terceras Ordenes y las cofradías y unos pocos se dieron el lujo de fundar una capellanía. El modelo a seguir estaba claro; era el del estilo de vida de las elites que procuraron imitar hasta donde podían. En definitiva el pulpero de Buenos Aires era un personaje urbano en todos los sentidos posibles; vivía en la ciudad, en ella tenía su negocio, allí invertía sus ganancias y llevaba su vida pública y privada. La pulpería que emerge de este libro sólo ratifica en parte lo que se había dicho de ella y en parte lo amplía. En realidad lo que nuestras fuentes revelan es una empresa algo más compleja y proteica de lo que se creía. Para empezar, sus instalaciones e infraestructura, sin dejar de ser rústicas y a veces precarias, exhibían detalles inesperados que la tornaban algo menos elemental: allí estaba el mostrador, sin duda, pero los había con cajones; los estantes, pero rara vez la reja, que se creía parte infaltable de la pulpería. Menos rejas, pues, pero en cambio sí las inesperadas vidrieras y las rejillas para vasos, el pan, el cajón para las menestras y por cierto las pipas y tercerolas. La increíble cantidad y variedad de productos que vendían, que exceden con mucho su reputación de mera taberna y aún de simple almacén, no hacen sino revelar el grado de diversificación y sofisticación que había alcanzado la demanda de la población de Buenos Aires y, do manera especial, la riqueza de una dieta que no se agotaba en la carne, los pastelitos y el arroz con leche.

 El negocio -si los casos aquí examinados se revelaran representativos- era inestable, estaba sujeto a altibajos, a veces brutales. ¿Era rentable? Sin duda, en los años o momentos buenos, mis aún si estaban bien manejadas pero también podía dar pérdidas al poco tiempo, pérdidas a veces tan abultadas como las ganancias. Una estampida de los precios, una recesión sobre todo, «malos fiados» o la simple apertura de un negocio rival mejor surtido en el barrio podían sumir a una pulpería en un marasmo y obligar al pulpero a cerrar. Ese comportamiento fluctuante no garantizaba pues un proceso de acumulación lo suficientemente sostenido como para promover al pulpero típico a un grado de prosperidad y de ascenso económico y social, que lo transformara en un hombre verdaderamente rico, y lo hiciera ingresar, al círculo de los magnates locales (había casos de éxitos espectaculares y algunos linajes de la oligarquía argentina remontan su origen una oscura pulpería de barrio, pero parecen ser más la excepción que la regla). Sin duda algunos pulperos se enriquecían pero al menos los aquí estudiados no pudieron dejar completamente atrás su condición de tales. Una pulpería y quizás alguna otra inversión paralela, como una quinta, otra pulpería o un cuarto de alquiler, podían llegar a asegurar un buen pasar, una casa modesta pero sólida en la ciudad, y un par de esclavos pero por lo común no mucho más. Era fácil ser pulpero, se requería poco capital pero no lo era dejar de serlo para convertirse en alguien social y económicamente más encumbrado. Algunos prosperaban moderadamente otros quebraban y la mayoría, quizás, se limitaba a durar en el negocio, ganando en los momentos buenos y perdiendo en los malos en cuyo paso se aguantaba hasta donde se podía consumiendo lentamente su capital; literalmente viviendo y comiendo de la propia pulpería. A ese resultado más mediocre que brillante contribuía sin duda la índole del negocio mismo; el hecho de que no se necesitaba mucho capital para ingresar en el mismo sumado a que el sistema de habilitación creaba a la larga nuevos competidores no hacían más que multiplicar las bocas de expendio rivales. Así la estructura misma del negocio de pulpería, al reproducirse cariocinéticamente, contribuía a la vez a su propia expansión y debilitamiento. Sin duda para un inmigrante peninsular que venía de sufrir las estrecheces del campo gallego acabar con casa propia en la ciudad, dueño de esclavos y de un par de lotes y otra vivienda, integrarse a una Tercera Orden y poder fundar una capellanía, con una hija casada con un modesto pero respetado empleado público ya lo mejor, un hijo fraile, acabar además dándole a órdenes a otro paisano, «su administrador», que trabajaba para él y por él era todo un sueño hecho realidad, no era poca cosa… Comparado con la estancia y su azarosa explotación el negocio de la pulpería seguía siendo más rentable aunque sin duda, al parecer, menos seguro. ¿Qué parece haber sido la pulpería para el pulpero promedio? Si le iba más o menos bien; un medio de vida, si le iba mal, una ocupación que quedaba en el camino; otras le seguirían en el itinerario de vida de aquellos peninsulares pobres que no llegaban con un nombramiento burocrático, un enganche en el ejército o un tío comerciante que lo iniciara en el gran negocio de la importación y la exportación, es decir con un salvoconducto que les garantizara una ingreso inmediato y más seguro a la sociedad porteña. La pulpería fue una institución fundamental como proveedora de crédito a los sectores medios y bajos de la sociedad porteña.

 A diferencia de lo ocurrido en otros lugares de Hispanoamérica el metálico circulaba en la pulpería de la Buenos Aires virreinal, algunos clientes pagaban en moneda y el pulpero les prestaba cantidades modestas de dinero en efectivo. Pero era sobre todo el fiado el aceite que lubricaba las operaciones entre el pulpero y su clientela. Sin él, el acceso de los sectores populares a los bienes de consumo básico que vendían las pulperías hubiera sido mucho más problemático, errático y difícil. En realidad lo que hizo del fiado una práctica habitual de las pulperías porteñas, el hecho que lo hacía casi ineludible era la manifiesta dificultad para evitarlo para la mayoría de los clientes y de los pulperos de la ciudad; sin fiado el pulpero no podía aumentar su nivel de ventas-en un tipo de negocio donde le sobraban competidores- y sin fiado muchos clientes, especialmente los de bajos ingresos, no podían hacer regularmente sus compras en la pulpería. La pignoración en cambio parece haber sido una operación menor y algo marginal en aquellos locales minoristas.

La función del pulpero en la economía urbana fue pues, múltiple y puede decirse que en este sentido era el último eslabón de una cadena mercantil y crediticia que tenía su centro en la elite mercantil y la Iglesia. El pulpero y la pulpería eran la bisagra que ligaba a la economía global con el barrio y los sectores populares. Además y desde luego nudo de sociabilidad en tanto que centro de recreación y esparcimiento de esa especie de «humanidad sobrante» que, en la frase feliz de Halperin Donghi, era aquella plebe «andrajosa, despreocupada y alegre» que pululaba en la ciudad de Buenos Aires (3).

Aunque creernos que este libro nos ha permitido conocer mejor a la pulpería y al pulpero de Buenos Aires en una etapa de transición crucial de nuestra historia aún faltan por indagar y calibrar aspectos importantes. ¿Qué hay de la familia del pulpero, con quién se casaba, cuántos hijos tenían, qué carrera elegía para sus hijos? El tema de la movilidad social, que aquí sólo rozamos, requiere ser profundizado. El problema de «la economía moral» y las expectativas y hábitos del consumo popular (4), el de los clientes de la pulpería en suma, espera sin duda quien lo estudie. Otro tema, insuficientemente explorado, es el de la pulpería y el Estado, el costado fiscal y sobre todo -es es el gran tema- la tensión y las formas de relación y conflicto entre un modelo de administración capitular muy del tipo de Antiguo Régimen -que se legitima y sin duda cree que debe reglamentarlo e inspeccionarlo todo, fijar precios, regular pesos y medidas, multar a los transgresores, todo para asegurar el «abasto» y, teóricamente», al menos, proteger al consumidor- y un sector mercantil que crece caóticamente, desaforadamente en una economía ganada por el mercado donde todos venden algo y compran algo. Explicar ese conflicto, desmontarlo, estudiarlo a fondo quizás ofrezca una clave para entender la historia de la economía argentina, el  choque, por una parte, de una cultura y un estado colonial que sospecha de la ganancia, que se cree llamado a extirpar los que considera son los abusos de un mercado egoísta y tramposo ( que a veces lo son y a veces expresan simplemente poco menos que la forma normal de operar en una economía urbana vigilada y reglamentada hasta el infinito), y por la otra, una sociedad que busca el lucro y a la vez lo relativiza como signo de prestigio social, que crea la riqueza y la derrocha, que muestra un espíritu empresarial donde la rutina y la búsqueda de una renta dominan las prácticas mercantiles de gente muy astuta y muy racional que, sin embargo, ve en el comercio una vía de ascenso económico hacia un tipo de vida que sigue teniendo un resabio estamental corporativo y aun incipientemente cortesano.

 La tensión y el conflicto son realidad triangulares: se da entre un Estado que controla y medra de la actividad privada, una cultura que crea riqueza sólo para ponerla al servicio de un ideal de vida corporativo y estamental y una economía de mercado de signo mercantil que, entretanto, crece desbocadamente, burlando al primero y socavando la segunda. He aquí en efecto el gran tema de fondo.

Para concluir, por fin, estas ya largas reflexiones la pulpería no fue un mojón de la civilización ni tampoco sólo antro de violencia y explotación de los  desheredados: la pulpería urbana era a la vez algo más y algo menos que eso, una ventana abierta al mundo (de los tráficos) que se abría en la esquina del barrio, allí convivían la apacible cotidianidad del almacén y la sensualidad por momentos pecaminosa y violenta de la taberna, el arroz y el aguardiente, una estampa de la virgen y una guitarra’. La pulpería era en efecto un espacio compartido por un vasto espectro de clientes que venía cada uno por lo suyo; la mujer del herrero por una libra de azúcar, un rosario y el último chisme del vecindario, el esclavo y el chico de los mandados por la yapa, el criado de Don Domingo Basavilvaso por un poco de leña para la casa de su patrón y el peón de campo por ese trago de caña y esa partida de truco con que pensaba resarcirse de un día fatigoso de trabajo realizado bajo el sol abrasador del verano o el frío intenso y húmedo del invierno. Allí sobre ese mostrador un cliente se llevaba su peso de pan y su medio real de yerba y otro apuraba su vaso de cartón, allí mismo podía un adolescente del barrio ver morir apuñaleado a un forastero en un duelo tan heroico como gratuito.

 Sí, la pulpería de Buenos Aires no pertenecía al infierno, sino más bien, a ese bullicioso purgatorio que era la capital del virreinato. Su historia como la de Buenos Aires misma está hecha de grandezas y miserias cotidianas, ¿y el pulpero? El pulpero estaba hecho casi del mismo barro que sus clientes, un barro algo más turbio, quizás, pero el mismo barro al fin.

Citas y notas:

(1) AGN, Interior IX 30-4-2.

(2) Ibíd.

(3) Halperin Donghi, Revolución y Guerra, op.cit. 69:70

(4) La pulpería administrada por Bernardo Argumedo venía estampas. Cfr., AGN, Tribunales, IX-42-4-3.

(I)  Mayo, Carlos A. (Director), Pulperos y Pulperías de Buenos Aires 1740-1830, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del Plata, Impreso en Departamento de Servicios Gráficos de la UNMdP, 1996, p.153.

(II)Mayo, Carlos A., «Mas allá del mostrador; Reflexiones en torno de los pulperos y las pulperías de Buenos Aires (a modo de conclusión)», en: Mayo, Carlos A. (Director), Pulperos y Pulperías de Buenos Aires 1740-1830, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del Plata, Impreso en Departamento de Servicios Gráficos de la UNMdP, 1996, pp.129:137.

(*) Se ha respetado el estilo de cita elegido por el autor para la edición de galera y la cantidad de citas de la obra original.

Edición: Maximiliano Van Hauvart, Estudiante (UNMdP).

 

 

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