Aportes de la Historia

Notas dispersas sobre Historia

Riña de Gallos en el Buenos Aires Colonial (1730-1830) por Ángela Fernández y Laura Cabrejas.

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Edición revisada para esta publicación online.

Riña de Gallos en el Buenos Aires Colonial, 1730:1830

por Ángela Fernández y Laura Cabrejas.

Comentario a la presente edición online.

Hace casi 20 años, Carlos Mayo y los miembros del Grupo Sociedad y Estado  nos adentramos en indagar la relación entre el juego, la sociedad y el estado en Buenos Aires a lo largo del siglo que transcurrió entre 1730 y 1830. Dicho objetivo se plasmó en un proyecto de investigación, que recibió un subsidio de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Así al cabo de dos años de trabajo grupal, la pesquisa finalizó en la publicación de un libro (impreso en la Editorial de la Universidad Nacional de La Plata) (I), que condensó ideas, debates, documentos y bibliografía que ratificaron o rectificaron los presupuestos previos que orientaban a la investigación. Como señalaba nuestro maestro, “… este trabajo quiere escapar de esa tradición historiográfica que reparaba en el juego y no en los jugadores. … queremos por el contrario, hacer hincapié en la sociedad que juega y se divierte y en el estado que vigila…” En esta oportunidad, deseamos acercar aquellos textos revisados y corregidos para el interés y la curiosidad de los lectores.  Diana A. Duart.

 Eran las dos de la tarde y la polvorienta ciudad de Buenos Aires, agobiada por el calor del cruel verano, se preparaba para una reparadora siesta. Pero no todos estaban dispuestos a dormir. La ciudad estaba tranquila, era el momento ideal para tentar suerte apostando unos reales al gallo favorito.

Sin perder tiempo, ya que solo habría dos peleas, pagó un real a la entrada del reñidero  de Allende, y se dirigió a la gallera para comprobar si el gallo preferido pelearía esa tarde. En el zaguán había visto a los dos soldados que se encargarían de evitar los desórdenes, porque el calor y las apuestas invitaban siempre al descontrol. La presencia de las autoridades lo tranquilizó bastante ya que solo deseaba divertirse. Al rato, los galleros se presentaron a los contrincantes para que todos hicieran sus apuestas. Para evitar fraudes y engaños, los gallos fueron pesados a la vista de todo el público, constatándose que ambos animalitos no superaban las reglamentarias dos onzas. Dominado por la ansiedad, el público comenzó a apostar. No habla dudas, sería una de esas tardes inolvidables, ya que las apuestas reflejaban la pasión que desataba el espectáculo. El dinero fue depositado en manos del juez mientras su ayudante libraba el acta correspondiente, haciendo constar día y hora de la riña, cantidad de apuestas y las demás condiciones que en ese momento se pactaron. Antes de echar los gallos a la arena, fueron presentados al juez para su reconocimiento. El reñidero estaba colmado. En las gradas, cerca de la arena, un mulato cruzaba una apuesta con el pulpero de la esquina, mientras que en los palcos -único lugar que contaba con un toldo para protegerse del sol- dos importantes comerciantes junto al alcalde de primer voto no dudaban en apostar algunos pesos al gallo favorito.

 La pelea fue sangrienta y duró más de la cuenta. En Buenos Aires era lícito ponerle navajas a los gallos, lo que hacía que el espectáculo finalizara con la muerte de alguno de ambos. Apiadándose del gallo retador el juez dio por terminada la contienda cuando este bajó la cola y dio muestras de no querer reñir más. El dueño del gallo vencedor lo levantó con orgullo. La siguiente pelea se inició de inmediato y duró hasta el toque de la oración.

 Al salir del reñidero, la brisa fresca que venía del río corría libremente por las calles empedradas. No se había equivocado, la jornada se había desarrollado con toda tranquilidad. Además, volvía a casa con unos reales de más….

 Este relato, que al estilo de los viajeros del siglo XVIII y XIX, pretende reconstruir un momento muy particular de la sociedad colonial -el momento dedicado a la diversión-, sólo intenta recrear por un instante el lugar y la gente que intervenían en una riña de gallos.

En 1817, el agente comercial británico Samuel Haigh (1), anotaba en su libro de viaje un hecho curioso que había atraído su atención: caminando por la calles de Buenos Aires observó que, en algunas casas pobres, atado de una pata a la puerta de entrada solía haber un gallo de riña. En su primer registro, Haigh señalaba además a la mujer como la encargada de la alimentación y el cuidado del ave, mientras que al hombre le correspondía amaestrarlo y prepararlo para la contienda.

En el reñidero, observando como en la arena los gallos se desangraban a golpes de espuelas y picotazos, se encontraban personas de todos los linajes; los funcionarios cruzaban sus apuestas con los comerciantes y pulperos y hasta los criollos y mulatos llegaban a arriesgar algunas monedas por su gallo favorito.

La riña de gallos fue una de las diversiones más populares del Buenos Aires colonial, aunque en forma oficial no existió hasta fines del siglo XVIII. Antes de esta época, existieron algunas «galleras» precarias que funcionaban cerca de pulperías o de las casas de los aficionados (2). En otros lugares de América, por ejemplo en la ciudad de Lima, el primer reñidero se instaló en 1762. Contaba con nueve filas de asientos y fue regenteado por un catalán llamado Juan Bautista Garrial (3).

Al padre Guillermo Furlong le debemos la descripción de los dos tipos de reñideros que existieron en la colonia: los que se establecían en las ciudades, con asientos en graderías, y los «populares» que se levantaban en un campo o terreno cualquiera desmalezado y sin estorbos, generalmente rodeado de una pared o una tela, de un metro de altura (4).

El frente principal de los reñideros urbanos conservaban la edificación de cualquier casa porteña: ventanas con postigos, balcones, cornisas y zócalos, estrechas puertas de acceso seguidas de un pequeño zaguán. En la mitad del terreno, rodeado de un infaltable patio se levantaba el anfiteatro circular de doce metros de diámetro. En el centro, la arena donde se realizaba la contienda, rodeada de las gradas y las escaleras que facilitaban el acceso a los palcos y balcones en la parte superior de la construcción. Todo perfectamente techado. En el fondo del terreno, en general, se edificaba la «gallera» que era el lugar donde se exhibían los gallos antes de la riña.

Torre Revello asegura que, recién en 1782, el Cabildo de la ciudad de Buenos Aires autorizó el establecimiento de una casa o circo público (5), aunque ya en 1757, los cabildantes le habían permitido a Juan José de Alvarado la explotación de un reñidero con graderías en el Barrio de Monserrat (6).

En realidad en 1782, más precisamente el 11 de octubre de ese mismo año, el Cabildo iniciaba un expediente con motivo de la apertura de un lugar para la riña de gallos con el objeto de mantener la Casa de Niños Expósitos. Fue el mismísimo virrey Vértiz quien pasó la solicitud a Manuel de Basavilvaso, y éste la aprobó. Era la primera vez que el Cabildo intervenía en esta diversión buscando participar de sus ingresos para el mantenimiento de una obra pública. En esta oportunidad, el Síndico Procurador General don Domingo Belgrano Pérez efectuaba interesantes observaciones pertinentes a la explotación del lugar y la participación del público en esta diversión. En su dictamen advertía que «no falta político que desapruebe la demasiada frecuencia de estos combates de gallos, por lo que apartan a la juventud de la aplicación a la siensias y vellas artes, y la van inclinando al juego: así el redusirlos a determinados días, parece que deve ser la primera regla»(7).

gallos

El síndico procurador también brindaba su parecer sobre el precio de las entradas, advirtiendo que éste no podía ser igual para todos: «los niños y también la gente de servicio, o de esta clase habrían de contribuir menos que los demás de otra esfera».

 Sugería que la entrada no excediese de un real por persona y las apuestas «moderadas» no fueran mayores a los veinticinco pesos. En los dichos de don Belgrano Pérez advertimos que el público que podía concurrir a las riñas era muy variado, ya que menciona la presencia de niños y jóvenes además de la «gente de servicio»a los que había que facilitarle la entrada reduciendo el valor de la misma.

Dado que el reñidero estaba instalado en el patio de la Ranchería, sito en el centro de la ciudad, y al tratarse de un lugar público donde la concurrencia está expuesta a disturbios de todo tipo, es necesario – advertía Belgrano Pérez- se destine un juez o persona con autoridad competente para contener los excesos y además, pueda resolver las «dudas y controversias que se susciten de las riñas y las apuestas«.

 Manuel Melián tomó por su cuenta el establecimiento en 1783. Lo explotó durante tres años, ganando anualmente 160 pesos. Le traspasó el negocio a Francisco Velarde (8) quien -a su vez- lo vendió el 5 de mayo de 1796 a Pedro Albano. Teniendo en cuenta el precio de la entrada – fijado o sugerido por el Cabildo – y el monto de las apuestas, no parece haber sido un gran negocio. Intuimos que Melián ganó más dinero de lo declarado. Un dato curioso es que la cifra coincide con el número que figura en el registro de ingresos y egresos del Cabildo de Buenos Aires. En éste se anotó para los años 1804 y 1805 la suma de pesos ciento sesenta en concepto de arrendamiento de la casa de gallos que explotaba don Pedro Albano (9).

Si nos alejamos nuevamente de la ciudad de Buenos Aires, advertimos que en Santiago de Chile(10), las riñas de gallos eran muy populares, y al igual que el «juego de la pelota» en las canchas de bolos, terminaron transformadas en importantes fuentes de ingresos para las arcas del Cabildo. Debido a los desórdenes que en ellas se producían las autoridades coloniales limitaron los espacios donde los reñideros podían instalarse justificando de esta manera el control sobre la venta de entradas y las apuestas.

 En Lima, las riñas se realizaban los domingos y días festivos. En un principio había habido también dos veces entre semana, pero fueron prohibidas por el visitador Areche en razón de los efectos perniciosos que causaban entre los hombres que abandonaban sus obligaciones laborales para ir a apostar algún dinerillo al gallo preferido (11).

Volviendo al Virreinato del Río de la Plata, en la ciudad de Santa Fe, el primer reñidero se instaló, como la casa de los trucos, en las proximidades de la Plaza de Armas y del Cabildo. En 1809, el propietario del circo don José Piedrabuena pagaba al Cabildo la suma de treinta pesos en concepto de lo que hoy llamaríamos «derecho de espectáculo». Cabe destacar que las riñas se podían llevar a cabo sólo con la previa autorización del Teniente de Gobernador (12).

En los primeros años del siglo XIX, se estableció en reñidero en la ciudad de San Juan y fue Juan Antonio Videla quien hizo el pedido ante las autoridades capitulares declarando que «habiéndome sido contraria la suerte en cuanta negociación emprendí (…) para sostener el grave peso de mi pobre familia con una regular decencia, no encontré otro que fomentar una diversión pública y lícita cual fue formar una plaza o reñidero de gallos en el sitio de mi habitación«. También aclara que, a cambio de la licencia otorgada por los capitulares debía «satisfacer para el ramo de propios o arbitrios casuales aquella prorrata que se juzgase equivalente», después de descontados los costos correspondientes (13) .  El negocio funcionó bien hasta que se instaló otro que le hizo competencia. La situación no duró mucho tiempo porque las autoridades le ordenaron a éste último el cierre inmediato.  Al parecer el reñidero de gallo fue un negocio monopólico, ya que en las principales ciudades del virreinato, el Cabildo otorgaba licencia para la instalación de un solo establecimiento, generalmente ubicado cerca de la Plaza Mayor.

En Córdoba se presenta una historia similar. En 1800, un tal Tadeo Arce, solicita la correspondiente autorización para la construcción de un reñidero, bajo la condición de «mandar prohibir en las calles las riñas de gallos«. El teniente gobernador interino le concede el permiso «las condiciones en que se señalan y prohibiendo las riñas en las calles (…) no habiendo sujeto que las preside»  (14) y que las controle (en cuanto a venta de entradas se refiere).  El negocio no anduvo muy bien como lo podemos  ver en el expediente que inicia, en abril de 1809, Thomas de Allende solicitando permiso para la construcción de un reñidero ya que el existente no tiene «cubierta para el sol, asientos o separadores y las personas de distinción se retraen de asistir«, y por el pésimo estado del lugar sólo acuden negros y mulatos (I5). En su solicitud Allende explica que desde hace diez años en que se estableció esta diversión, por carencia de fondos, «no se ha labrado una casa cómoda y decente, con perjuicio del público que no merece este desagrado«. Propone la construcción, a sus expensas, de un reñidero, habiendo calculado la inversión en cuatro mil pesos, obligándose a contribuir anualmente con la suma de ciento diez pesos. A cambio, el Cabildo deberá proporcionarle algunas prebendas como por ejemplo el terreno necesario y «desahogado» para instalar el circo sin exigir más que la contribución anual referida, concediendo además el dominio pleno y absoluto; el derecho a ejercer el monopolio de dicha diversión, prohibiendo riñas de gallos en casas particulares o en la calle. Si lo precedente no se llegara a cumplir, Allende debía estar facultado para exigir el pago de una multa, protegiendo no sólo su negocio sino los intereses de la ciudad. Para garantizar la transparencia del negocio, Allende le exige al Cabildo y a su síndico procurador la publicidad de la propuesta, a fin de que si alguien quiere mejorarla se beneficie el ramo. Los precios máximos en la entrada sería de real y medio en la valla, real para los de grada, con libertad de arrendar los palcos cubiertos por el término de una semana, mes o año. El arrendamiento duraría 25 años, pudiendo transmitirlo dentro del mismo a sucesores o subarrendatarios, todos ellos debiendo pagar la anualidad correspondiente. Al finalizar dicho término, se podría variar la contribución anual, prefiriendo como nuevos contratistas a Allende y sus sucesores.

Parece que, al analizar la petición de Allende, surgieron algunas dudas que apuntaron a que las autoridades virreinales estudiaran la posibilidad de convertir al mismo Cabildo con el encargo único de construir el reñidero. Surgieron dos propuestas, en una se evaluaba la posibilidad de la construcción de un nuevo circo, para lo cual se debía invertir – de acuerdo a los cálculos del ingeniero voluntario-la suma de pesos cuatro mil quinientos treinta y nueve; en la otra se analizaba mejorar, mediante un préstamo, el reñidero ya existente, levantando «una cubierta para preservar a los concurrentes del sol, asientos y separaciones para las personas de distinción». La inversión se podría amortizar en el término de nueve años.

Finalmente, la Real Audiencia decide, por no tener dinero para la construcción de un nuevo reñidero y por no convenirle pedir un préstamo para devolver en 9 años, acceder a la solicitud de Allende.

Conociendo la anualidad que Allende se proponía pagar y el precio de las entradas, nos aventuramos a calcular la cantidad de personas que debían concurrir a la riña para que el negocio sea redituable. Con un promedio de un real la entrada, estimamos que, la riña debía ser presenciada por lo menos por 20 personas (que pagaran entrada), teniendo en cuenta además que sólo los domingos y feriados estaba permitido este tipo de diversiones. Recordemos que, casi en la misma fecha, Pedro Albano pagaba anualmente al Cabildo de Buenos Aires la suma de pesos ciento sesenta de arrendamiento.

En junio de 1822, la Sala Capitular de Córdoba da a conocer un reglamento para los reñideros de gallos que a pesar de la fecha sigue reflejando la legislación hispánica16. En la ciudad de Buenos Aires recién en 1861 se reglamentó la riña. En una disposición de 31 artículos, la Comisión municipal reglaba en forma minuciosa todas las condiciones del juego, penaba sus artimañas y «establecía la forma en que debían hacerse las apuestas y la conducta del público para no perturbar ni el espectáculo ni a los contendientes» (17).

Con la información y los datos obtenidos podemos sacar algunas conclusiones, como por ejemplo que las riñas de gallos al igual que otras diversiones, convocaban a gente de todos los linajes, y que aunque separados por vallas o contando algunos con el privilegio de presenciar la contienda desde cómodos asientos, cruzaban las apuestas con la misma esperanza de ver vencer al gallo preferido. Más aún la afición a los gallos habría estado presente entre los mercedarios de la ciudad de Buenos Aires, quienes no sólo eran propensos a este entretenimiento mundano, sino que también se dedicaban a criar gallos de riña en el interior del convento (18).

Si solo había un reñidero autorizado, este monopólico negocio dejaba buenas ganancias tanto para el arrendatario como para el Cabildo que se preocupó, desde el principio, por ejercer un verdadero contralor sobre las entradas que se vendían y sobre el normal desarrollo del espectáculo, ya que los desórdenes podían desprestigiar el mismo con las lógicas pérdidas para todos. Además, en las principales ciudades de la América Hispánica se construyeron reñideros cerca de la plaza principal, es decir cerca del Cabildo.

Hacia la década del veinte, las riñas de gallos -sin ser prohibidas- dejaron de ser una de las diversiones preferidas por los porteños. Ante la circulación de avisos que anunciaban al público la apertura de un nuevo circo de gallos, El Centinela del 24 de abril de 1823, llama la atención «del gobierno sobre un entretenimiento que no deben tolerar las autoridades de un país civilizado y moral«, agregando que la riña de gallos, «a más de ser un espectáculo chocante por su naturaleza, excita también a la pasión del juego, que, de todas, es la que causa más trastornos en las fortunas» (19). De esta manera se intentaba poner fin a una de las diversiones más populares del Buenos Aires colonial.

Citas y notas (*):

(I) Mayo, Carlos A., Juego Sociedad y Estado en Buenos Aires 1730-1830, Editorial de la U.N.L.P., Argentina, pag.164.

(1) Haigh, Samuel, Bosquejos de Buenos aires, Chile y Perú, Buenos Aires, Editorial La Cultura Argentina, 1920, p.125.

(2) Páez, Jorge, Del truquiflor a la rayela, Panorama de los juegos y entretenimientos argentinos, Buenos Aires, Ceal, 1971, p.42.

(3) Doering, Gunther Jean  y Lohmann Villena, Guillermo, Lima, Ediciones Mapfre, 1992, p.138.

(4) Furlong Cardiff, Guillermo S.J., Historia Social y Cultural del Río de la Plata, Buenos Aires, 1969, p.433.

(5) Torre Revello, José, Crónicas del Buenos Aires colonial, Buenos Aires, Bajel, 1970, p.125.

(6) Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, Serie III- Tomo II-Libros XXXI, XXXII y XXXIII, Años 1756:1760.

(7)  A.G.N., Sala IX, 30-2-8 (Leg.14, exp. 17) Interior, foja 5vta.. Este expediente también fue citado por Quesada, Hector C., “Un reñidero de gallos en Buenos Aires (1783)”, en Estudios, LXXVII, Buenos Aires, 1947, pp.217:224.

(8) Quesada, Hector, ob.cit., p.218

(9) Bando del Cabildo de Buenos Aires, Leg.9.19.9.4 Año 1804).

(10) De Ramón, Armando, Santiago de Chile, Madrid, Ediciones Mapfre, 1992, p.124.

(11) Doering y Lohmann, ob.cit., p.138.

(12) Zapata Gollán, Agustin, Juegos y diversiones públicas, Santa Fé, Ministerio de Educación y Cultura, 1972.

(13) Furlong, Cardiff, ob.cit., p.436.

(14) ibídem, p.443.

(15) A.G.N., División Colonia, Sección Gobierno, Tribunales, 9-36-4-4., Leg. 75. Exp. 22.

(16) Este reglamento figura íntegramente en el libro del padre Guillermo Furlong, quien agradece a otro jesuita, el padre Juan Grenón, el haberlo exhumado de los archivos cordobeses.

(17) Cánepa, Luis, El Buenos Aires de antaño, Buenos Aires, Graficos Linares, 1936, p.15.

(18) Mayo, Carlos A., Los Betlemitas en Buenos Aires, convento, economía y sociedad (1748:1822), Sevilla, Publicaciones de la Excma. Diputación Provincial de Sevilla, España, 1991, p.60.

(19) Verdevoye, Paul, Costumbres y costumbristas en la prensa argentina, Desde 1801 hasta 1834, Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 1994, p.271.

 

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