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Un comentario previo al lector por Carlos Van Hauvart y Diana Duart
Hace ya 30 años Carlos Mayo empezó a dar clases en la Universidad Nacional de Mar del Plata, en la Facultad de Humanidades que en ese momento estaba ubicada en Maipú y Marconi. Había concursado la Cátedra e Historia de América I o Colonial, tal cual decía el Plan de Estudios del 83 y con ello se integraba al Departamento de Historia.
Quienes cursamos con él nos sorprendieron muchas cosas. Sin embargo en este recuerdo, tal vez la cuestión más importante, es que Americana Colonial trataba como él decía de las distintas experiencias coloniales en América: la española, la portuguesa, la inglesa, la holandesa y la francesa en el Canadá. Sus clases estaban organizadas por factores claramente explicitados, la Economía, la Sociedad, el Estado y el mundo de las ideas, que permitían comparar y ver claramente las similitudes y diferencias. Dos temas especiales surcaron la materia: la minería y la plantación con todas las derivaciones temáticas; todavía releemos esos apuntes y nos sorprende el orden en el planteamiento de problemas. Cerramos el año con la frontera, analizando el caso rioplatense y el de Nueva Francia.
Muchos años después cuando el Grupo Sociedad y Estado por el dirigido estaba evaluando un nuevo esquema de investigación, nos comentó su interés en volver a enfocar Nueva Francia, ya sabíamos de su beca, de sus amigos canadienses, muchos de ellos de la Universidad de Trent.
El objetivo era hacer un texto con traducciones y posteriormente un trabajo colectivo sobre una historia comparada entre Argentina y Canadá.
El texto que presentamos a nuestros colegas (la introducción y el trabajo comparativo) corresponde a La Sociedad canadiense bajo el régimen francés, en el cual Carlos fue su compilador, y se publicó por la Biblioteca Norte Sur cuyo Consejo Editorial era la Asesoría Cultural de la Embajada de Canadá para la Argentina y Uruguay y el Centro de Estudios Canadienses de la República Argentina que depende de la División de Relaciones Académicas del Ministerio de Asuntos Exteriores del Gobierno de Canadá y que fuera publicado hace ya 20 años.
Hemos creído conveniente recuperar este trabajo, el suyo y en próximos capítulos las traducciones realizadas en su momento y que creemos que serán de utilidad.
Introducción
La escasez de libros de historia canadiense en español y en particular. Editados en América Latina tornaba imperioso éste y a la vez lo hacía más difícil.
El cambio elegido, dar a conocer la historia de la sociedad del Canadá bajo el régimen francés a partir de la traducción y publicación de estudios debidos a prestigiosos historiadores de aquel país no hacía las cosas más fáciles aunque, era de lejos, la mejor opción; en efecto que los mismos canadienses nos hablen de su pasado.
Sin embargo es tal la calidad y la cantidad de la producción historiográfica de nuestros colegas del país del norte que toda selección corría el riesgo de ser a la vez arbitraria y algo injusta, sobre todo dado el limitado espacio de que disponemos. Somos conscientes de que ésta peca, inevitablemente, de ambas cosas y desde ya somos nosotros y no nuestros editores los responsables de aquéllas y de ésas.
Nuestro objetivo era publicar textos que revelaran a un tiempo la complejidad de la experiencia social francocanadiense y dieran a conocer la opinión de algunos de sus más prestigiosos historiadores, de las viejas y nuevas generaciones, así como de las diversas corrientes que ellos representan. Nuestro proyecto inicial incluía la publicación de textos de Marcel Trudel, Louis Lavallee y Dale S. Standen pero por razones ajenas a nuestra voluntad y a la de nuestros editores no fue posible. Los textos elegidos giran en tomo de cuestiones centrales del pasado colonial del Canadá francés, las sociedades indígenas y sus relaciones con los invasores europeos, la Iglesia, el sistema señorial y una visión de conjunto de los demás actores sociales en el marco de la entera sociedad. El primer texto pertenece al conocido antropólogo y etnohistoriador Bruce Trigger, autor, entre otros, del polémico y sugerente libro Natives and Newcorners, del cual el trabajo que aquí publicamos es un anticipo. En él Trigger examina las relaciones entre hurones y franceses en la llamada «edad heroica», la del inicio del comercio de pieles, los comienzos de la colonización y la tarea evangelizadora.
El siguiente texto pertenece a Louise Dechéne, autora entre otros trabajos de esa obra fundamental y magistral que es Habitants et Marchands de Montréal donde revolucionó la historia social del Canadá temprano aplicando con gran rigor, originalidad y solvencia los métodos y las perspectivas de la escuela de los Anales. El texto de Dechéne extraído de ese libro, ofrece un lúcido análisis de la sociedad y las categorías sociales de Montreal en el siglo XVII.
Allan Greer, profesor de la Universidad de Toronto, examina en el texto siguiente la naturaleza y los alcances del poder de los Señores y el clero rural sobre el campesinado en un rincón del Valle del San Lorenzo.
La Iglesia católica jugó un papel central en la historia del Canadá Francés y así lo revela el artículo de William J. Eccles que incluimos en esta selección. Eccles, profesor emérito de la Universidad de Toronto y discípulo de Douglas Adair, es uno de los más prestigiosos y reconocidos historiadores de Nueva Francia. Bajo su dirección se formaron varias generaciones de investigadores de la historia de Canadá bajo el régimen francés.
Finalmente Brian Young y John A. Dickinson nos ofrecen una visión de conjunto de la sociedad del Quebec pre-industrial don-de desfilan los comerciantes, las mujeres, los artesanos, los campesinos y se examina la vida cotidiana y la criminalidad.
Este libro hubiera sido imposible sin la generosa colaboración de Louise Dechéne, Allan Greer, W. J. Eccles y Dale Standen que, en un viaje de estudios que realicé a Canadá gracias a una beca del gobierno canadiense, me brindaron su valioso asesoramiento. También le quedo muy agradecido a la Canadian Historical Review, y a las casas editoras Oxford University Press de Canadá, Les editions de Boreal, University of Toronto Press y Copp Clark por haberme autorizado a reproducir los textos aquí publicados.
Quiero expresar también mi reconocimiento a la Sra. Beatriz Ventura, asesora cultural de la Embajada de Canadá en Buenos Aires y el personal de dicha sección por el apoyo recibido y, desde luego también, a los miembros del Grupo Estado y Sociedad y el Centro de Estudios de Historia Americana Colonial y a la profesora Lucila Noelting por su eficaz labor de traducción.
Carlos A. Mayo
Director Grupo Estado y Sociedad Universidad Nacional de Mar del Plata.
Centro de Estudios de Historia Americana Colonial Universidad Nacional de La Plata
EL CANADÁ FRANCÉS Y EL RÍO DE LA PLATA EN LA PERSPECTIVA COMPARADA 1500-1810 (1)
(estudio preliminar)
Carlos A. Mayo
Grandes productores de trigo y países «nuevos», la Argentina y Canadá han sido, recientemente, objeto de una serie de estudios de historia comparada que arrojan nueva luz sobre la comprensión del pasado de ambos países y el desarrollo de sus respectivas economías. El periodo elegido por esos estudios arrancaba desde las últimas décadas del siglo XIX y llegaba hasta los albores de la segunda guerra mundial, esto es en el pleno auge de sus economías agro-exportadoras. Este ensayo, meramente tentativo y preliminar, se propone en cambio, una empresa si se quiere más osada (por la falta de precedentes, entre otras cosas) comparar el Río de La Plata (Buenos Aires y el Litoral) durante el periodo colonial y Canadá bajo el régimen francés y las primeras décadas de la conquista británica de Quebec. Nos proponemos señalar a grandes rasgos y en trazos muy gruesos las principales diferencias y semejanzas entre dos experiencias coloniales al parecer tan distantes y tan distintas. Hemos centrado nuestro intento comparativo en torno de temas que consideramos clave; la naturaleza del sustrato social indígena, el estado, la Iglesia, la sociedad y la economía, especialmente el sector agrario.
El sustrato social indígena y la experiencia colonial Se suele repetir y con razón que los españoles entraron en contacto con altas culturas indígenas caracterizada por su naturaleza plenamente sedentaria, su organización «imperial», su densidad demográfica, sus estructuras sociales más complejas, la naturaleza campesina de su economía, la presencia en ella de elaboradas formas de tributación y exacciones laborales rotativas y otros rasgos que habrían a su vez contribuido a definir y diferenciar la experiencia colonial hispánica respecto de las otras. Los españoles organizaron una economía basada en la explotación del trabajo indígena y la captación -vía tributo- de los excedentes de la producción aborigen en el marco de una sociedad dual donde los invasores se habrían montado sobre las comunidades indígenas sin por ello desmantelar por completo sus estructuras básicas. Esto es sin dudas cierto pero sólo rige para las áreas centrales del Imperio español en América. En algunas regiones de frontera de ese imperio, como el Río de la Plata las sociedades indígenas presentaban rasgos muy diferentes. El Río de la Plata, en efecto, estaba habitado por grupos indígenas semi-sedentarios y otros que eran cazadores recolectores. Entre los primeros encontramos a los guaraníes, indios de origen amazónico que se radicaron en manchones del litoral fluvial y las islas del delta del Paraná, y los chaná-timbú cuyo hábitat era el sur de Santa Fe, el norte de Buenos Aires y los márgenes del Paraná e islas. Ambas eran sociedades horticulturas. Los guaraníes, los indígenas más desarrollados de la región, practicaban una agricultura intensiva (a cargo de las mujeres) en torno al cultivo del maíz, la mandioca, el zapallo, batata y los porotos pero no habían abandonado la caza y la recolección que jugaban sin embargo un papel secundario. Sedentarios, los grupos guaraníes se agrupaban en aldeas empalizadas de un puñado de casas donde vivían familias emparentadas entre sí.
Hacia el interior de Buenos Aires (los pampas), Entre Ríos (los charrúas), el norte de Santa Fe (los guaycurúes del Chaco) y Corrientes (los caingang), esto es en lo que serían sus zonas de frontera, vivían pueblos cazadores recolectores, algunos de los cuales subsistían también de la pesca y estaban organizados en bandas. Con este tipo de sociedades indígenas los españoles no podrían reproducir con éxito las formas de explotación de las co-munidades nativas y el tipo de sociedad que habían ensayado en el Perú yen Nueva España. Así la encomienda tanto como forma de compulsión laboral como también de captación tributaria de los excedentes de la economía indígena, sobre todo esta última, variante, tendrían en el Río de la Plata una historia mucho más problemática, deslucida y marginal que en las áreas centrales del Imperio. Y es precisamente a partir del tipo de sus estructuras indígenas que el Río de la Plata colonial encuentra una inesperada y notable semejanza con el Canadá que ocuparon los franceses. Allá también el territorio se repartía entre cazadores, recolectores nómades organizados en bandas (los algonquinos) y los pueblos agricultores sedentarios (Iroqueses, hurones). Como los guaraníes, los iroquenses y hurones vivían en aldeas empalizadas que agrupaban casas, en este caso las célebres long-houses donde residían familias emparentadas. También allí las mujeres estaban a cargo de las tareas agrícolas y los hombres, desbrozaban el terreno, cazaban y hacían la guerra.
La experiencia misional y aún el tipo de economía y sociedad misma que surgirían en ambas regiones resultan inentendibles sino tomamos en cuenta los rasgos estructurales que definían a los pueblos indígenas locales. En efecto el hecho de que los españoles del área rioplatense y los franceses en Canadá compartieran la experiencia de haberse puesto en contacto con estructuras nativas como aquéllas -tan distintas de las del incario y la confederación azteca- sin duda contribuyó a conferir a ambas sociedades- la rioplatense y la francocanadiense un carácter étnico más homogéneo, (mucho más homogénea racialmente fue la segunda) y donde la cultura europea se impuso y difundió sin mayores resistencias, lo cual no significa que no sufriera influencias indígenas y modificaciones. En otras palabras el peso de la presencia demográfica y cultural indígena en el interior de los asentamientos españoles (en Buenos Aires y Santa Fe, no así en Corrientes) y franceses tendía ciertamente a ser menor que en las áreas centra-les de Hispanoamérica. Una vez más ese peso, esta vez demográfico y cultural, indígena era mucho menor en el valle del San Lorenzo, el centro de la colonización francesa en Canadá, pues salvo la existencia de algunas tribus de Montaignais y de Algonquinos, la región laurentiana estaba «vacía» cuando se fundaron los primeros asentamientos permanentes franceses a comienzos del siglo XVII. Los iroquenses, en efecto, ya se habían retirado del valle. Los franceses pues no necesitaron desplazar a los indígenas de sus tierras para fundar su colonia a ambas márgenes del San Lorenzo. Y aquí aflora la primera diferencia: en la pampa y el litoral argentinos los grupos indígenas fueron en parte sometidos -los que fueron repartidos en encomienda- y, en la forma de frontera, en forma muy lenta y poca exitosa desplazados de sus tierras, aunque a veces era la presión indígena de los indios no sometidos (como el caso de los guaycurúes en la frontera santafesina a comienzos del siglo XVIII) los que avanzaban sobre el territorio ocupado por los españoles. En todo caso las relaciones hispano-indígenas en el Río de la Plata tuvieron una dimensión mucho más (aunque no exclusivamente) conflictiva que las que se dieron entre los franceses y los aborígenes aunque esa dimensión conflictiva no estuvo para nada ausente en sus relaciones con los iroquenses. Pero es fundamentalmente cierto que los franceses desarrollaron un tipo de relación con las sociedades indígenas del Canadá excepcionalmente distendidas, amistosas y signadas por el intercambio pacífico. En Nueva Francia, como ya ha sido señalado tantas veces, el indio fue aliado y socio de los franceses. Ello fue así porque los indios de Canadá, a diferencia de los del Imperio español podían ofrecer un bien (las pieles en este caso) que tendría gran demanda en el mercado europeo y que no necesitaba ser «producido» in situ por los invasores blancos con los consiguientes costos y riesgos ni requería crear de la nada un sistema de comercialización, pues los indios no sólo cazaban los animales sino también procesaban su piel, y al principio al menos la transportaban hasta los asentamientos europeos y habían organizado ya redes y circuitos de comercialización sobre la que se montarían los franceses. En otras palabras Francia, a diferencia de España, pudo implantar en América, a partir del comercio de pieles, una experiencia factorial exitosa que convirtió, como había ocurrido en otras experiencias de este tipo, a los nativos en socios más que en rivales y competidores. Pero además, la peculiar situación estratégica de Nueva Francia, enclava-da en el centro de un área de conflictos imperiales, y su vulnerabilidad invitaban a cultivar alianzas no ya comerciales sino también militares con sus socios indígenas.
En el Río de la Plata no faltaron intercambios comerciales entre los indios y españoles y aún alianzas tácticas entre ambos pero no jugaron un papel central y duradero como para revertir un tipo de relación básicamente seguía girando – más allá de las misiones y aún en ellas- en torno de explotación y la competencia por el control de la tierra y los ganados. Así Canadá y el Río de la Plata organizaron dos tipos distintos de «frontera». La canadiense, como lo ha señalado W. J. Eccles, era una frontera de puestos que respondían a una base mayor (la colonia laurentina) mientras que la rioplatense, como la norteamericana, fue una frontera de asentamiento, de tierras que se abrían a la explotación. (Eccles, 1969)
La iglesia
La iglesia La iglesia católica, como no podía ser de otra manera dado el arraigado catolicismo de franceses y españoles, jugó un papel central en la vida religiosa, económica y cultural en Nueva Francia y América Española. En Nueva Francia la gravitación de la Iglesia fue verdaderamente central en todo sentido, bastante más que en el Río de la Plata, zona periférica sin recursos ni atractivos para generar un aparato eclesiástico comparable en sus dimensiones densidad y gravitación a la que se desarrolló en las áreas centrales del imperio español.
El papel de la Iglesia en la consolidación de la temprana colonización francesa del Canadá apenas si puede exagerarse. Si esos comptoirs del San Lorenzo lograron sobrevivir y devenir en las colonias de asentamiento fue en parte por la labor y los recursos de la Iglesia, que creó las primeras misiones, las primeras instituciones educativas, sanitarias y beneficencia y rápidamente des-montó y puso en explotación las tierras que había recibido en Señorío, todo eso antes que en 1663 Canadá se convirtiera en colonia real y el estado viniera en auxilio de la anémica colonia. (Jaenen 1976, y W. J. Eccles en esta selección).
Si alguien estuvo institucionalmente ausente en la temprana colonización del Río de la Plata fue la Iglesia. Sólo los Jesuitas en la Misiones Guaranicitas cumplieron un papel punta de lanza de la presencia española en las fronteras del Imperio comparable al que la Compañía de Jesús desarrolló en las Nuevas Francia. La labor misional de recoletos, jesuitas y sulspicianos en Canadá, iniciada y alentada por la ola de entusiasmo religioso que vivía el catolicismo en Francia, tiene su correlato en la actividad misionera no menos famosa de la compañía de Jesús entre los guaraníes. Sin duda si la experiencia de los Jesuitas en ambas regiones presenta similitudes se debe al hecho de tratarse de una misma orden que aplicaba en ambas áreas estrategias que había madurado en su intensa labor evangelizadora pero también a la índole de las sociedades indígenas sobre la que aquella se des-plegaba, como ya se dijo. Así cada región tendrá sus mártires, sus reducciones lo más separadas que fueran posible de los asientos europeos seculares, sus métodos que privilegiaban el uso de la lenguas aborígenes y buscaban esa «invasión desde adentro» de la que nos habla James Axtell (Axtell, 1985) esto es, convertirlos al cristianismo sin destruir la cultura indígena, sin exigirle previamente que se hiciera «francesa» o «española». Ambas experiencias misionales provocarían una escisión profunda en las comunidades indígenas evangelizadas entre los indios que se convertían y los que resistían o no aceptaban la nueva fe (Trigger, 1985).
Pero también los indios condicionaban y daban forma a la experiencia misionera. No es casual que los jesuitas tuvieran más éxito entre los hurones y los guaraníes que eran sociedades se-dentarias productoras de excedentes y que fracasaran entre los indios pampas, ya ecuestres, en la región del Salado de la campaña de Buenos Aires a mediados del siglo XVIII .Y si las reserves del San Lorenzo y las misiones jesuíticas entre los guaycurúes en la frontera chaco santafesina pudieron subsistir fue, entre otras razones, porque se no pudo ni quiso impedir que los neófitos indígenas, por ejemplo, siguieran ausentándose de ellas para realizar sus inveteradas incursiones de caza y otras actividades menos santas (Axtell, 1985, Saeger, 1985).
La iglesia tuvo además una sólida presencia en la economía colonial. Tanto en Canadá como en el Río de la Plata -y otras partes desde luego- fue una fuerte propietaria de tierras. Las Ordenes debían sostenerse y autofinanciarse a sí mismas y no es casual que en ambas regiones, donde el sector agrícola tenía un papel tan marcado, las inversiones en tierras y en empresas rurales jugaran un importante papel en la estrategia patrimonial de la Iglesia. En 1763 ésta controlaba el 25% de las tierras concedidas en Canadá y el 34% de la población de la colonia residía en ellas (Jaenen 1976). En Buenos Aires todas las órdenes religiosas masculinas eran propietarias de fondos rurales, especialmente de estancias. Aunque estaban lejos de controlar la cuarta parte de las tierras de la campaña bonaerense, jesuitas, dominicos, betlemitas y mercenarios eran dueños de explotaciones ganaderas más gran-des que las del promedio de los hacendados laicos, más aún, los jesuitas y los betlemitas se encontraban entre los propietarios rurales más fuertes de la región (Mayo 1981 y 1995). Tanto en Cana-dá como en el Río de la Plata las propiedades rurales en manos eclesiásticas no permanecieron inexplotadas, al contrario, gracias a sus propios recursos financieros, la Iglesia desarrolló al máximo sus dominios rústicos. En el Río de la Plata, además, la Iglesia fue una fuerte propietaria de esclavos y jugó un papel importante como institución de crédito. El diezmo aportaba su contribución a los ingresos de aquélla, tanto en Canadá como en el Río de la Plata y en ambas regiones el patrimonio de la Iglesia formó no sólo por donaciones piadosas, sino también por concesiones y compra de propiedades. Las diferencias que acaso podrían encontrarse entre el comportamiento económico de las instituciones eclesiales del Canadá y el Río de la Plata se deben a las diferencias de sus respectivas economías a las que la Iglesia como los demás empresarios buscaron adaptarse.
Canadienses y criollos rioplantenses fueron admitidos tanto a las filas del clero regular como secular (más reticentemente a este último, los canadienses) pero el alto clero, sobre todo el período colonial tardío en el Río de la Plata, estuvo sólo integrado por hombres nacidos en las respectivas metrópolis (Mayo 1991 Eccles en esta elección).
El Estado
Ambos, el Imperio español y el francés en América eran altamente centralizados y fuertemente burocratizados (en Hispanoamérica, sobre todo después de las reformas borbónicas) pero el peso y el papel jugado por el estado en Nueva Francia no tiene paralelo en el Nuevo Mundo. En efecto el Estado jugó un rol muy activo en la consolidación de la colonización francesa en el Valle de San Lorenzo; promovió y subsidió la inmigración y el crecimiento de la población (aunque el crecimiento de ésta debió poco y nada a los subsidios del intendente Jean Talon y la reluctancia de los franceses a emigrar, especialmente a Canadá no pudo ser vencida) (Moogk. 1989). El estado subsidió también sectores de avanzada de la economía colonial (como las fundiciones de Saint-Maurice y la fabricación de grandes barcos) e intentó, con poco o ningún éxito, convertir a Canadá en una colonia autosuficiente.
En Río de la Plata el peso y el protagonismo del estado, como en todas las regiones periféricas de Hispanoamérica, fue muy débil hasta la creación del virreinato local (1776) y las demás reformas administrativas de Carlos III. Sólo al final del período colonial, pues, el estado tuvo un papel protagónico en lo que hoy es la Argentina. Este tardío estado borbónico jugó también un rol importante en la economía rioplatense; financiado en buena medida por transferencias de fondos del Alto-Perú minero y munido por primera vez una dotación desusada, para la región, de burócratas, era una máquina de gastar. Así el acrecido gasto público promovió el consumo local y la actividad comercial lo que a su vez produjo un aumento en la demanda de trabajo y de los salarios. (Lyman Johnson 1994).
Otra diferencia clave entre el estado colonial francés y el español en América, que los historiadores canadienses se complacen en destacar, es la falta de venalidad en el acceso a los cargos públicos en Nueva Francia. A diferencia de la América ibérica de los Habsburgo, en efecto, los puestos burocráticos no se vendían y compraban en Canadá, sobre todo después de 1663. En el Río de la Plata la venta de cargos públicos estuvo a la orden del día hasta las reformas borbónicas que crearon una burocracia a sueldo pero ni siquiera entonces la venalidad de algunos oficios desapareció (Socolow 1986). La corona de Francia tuvo así un control más estricto del aparato administrativo ultramarino que su contraparte española.
Ni el estado colonial francés ni el español conocían la división de poderes, de manera que el conflicto jurisdiccional y político entre los funcionarios coloniales de ambas regiones fue endémico. Esas funciones acabaron por ser definida por la Corona en Nueva Francia, sobre todo entre el gobernador general que estaba a cargo de las relaciones exteriores y con los indígenas y tenía atribuciones fundamentalmente militares y el intendente, que tenía funciones administrativas, judiciales y de hacienda. Pero esa mejor demarcación de funciones, no acabó con las rencillas que surgían del carácter dividido del ejecutivo colonial (Standen 1979).
Los colonos tenían poca participación en el gobierno de Canadá y el Río de la Plata. No había nada parecido al cabildo y en particular a los cabildos abiertos en Nueva Francia, pero se convocaban asambleas ad-hoc en Quebec y algunas parroquias rurales. Sería erróneo ver vestigios de democracia en aquellos cabildos y estas asambleas. Convocadas por las autoridades, que fijaban su agenda, se desarrollaban bajo su estrecha vigilancia. Los cabildos abiertos rioplatenses solo convocaban a los vecinos más pudientes y notorios de las ciudades.
Las elites estaban algo mejor representadas. Los comerciantes porteños controlaban el Cabildo y algunos notables canadienses tenían su asiento en el Consejo Soberano. No faltaron algunos gobernadores criollos como Hernandarias pero la burocracia virreinal rioplatense estaba controlada por los peninsulares, sobre todo los altos cargos (virrey, intendente y oidores de la audiencia). Los peninsulares también menudeaban en los puestos rentados menores del virreinato austral (Socolow 1986). Los canadienses, al parecer, tuvieron acceso a los cargos inferiores de la administración y la justicia y, ya sobre el final de la dominación francesa algunos habían accedido a altos cargos dentro y fuera de la Colonia (el último gobernador de Canadá antes de la conquista británica fue un nativo).
Ello habría contribuido a evitar un enfrentamiento similar al que en el ocaso del orden colonial español protagonizaron criollos y peninsulares (Eccles 1987). Sería inútil pedirles a aquellos funcionarios coloniales franceses y españoles que distinguieran claramente entre una esfera pública y una privada en su manejo del poder cuando esa distinción no era para nada clara en las monarquías del absolutismo europeo. El enriquecimiento personal a través de la función pública era una costumbre demasiado difundida y bastante inveterada en administraciones coloniales que no habían perdido del todo sus rasgos patrimoniales. En otras palabras lo que se ha dado en llamar «corrupción» era casi una parte integral del sistema en la América española y el Río de la Plata (véase Socolow, 1986 y Moutouquias, 1988) y me temo que no estaba para nada ausente de Nueva Francia, sobre todo en torno de la estrecha conexión entre la función pública y el comer-cio de pieles. La tenacidad con la que el gobernador Frontenac protegía los negocios de sus amigos y promovía en forma nada desinteresada el comercio de pieles, y los turbios negociados del intendente Francois Bigot son acaso dos ejemplos clásicos de cómo «la corrupción» había entrado por la puerta del poder en Canadá.
La sociedad
Francia exportó a sus colonias un entramado institucional destinado a producir una sociedad dependiente erigida sobre su pro-pio modelo. Surgió así una sociedad de Antiguo régimen de cuño señorial basada en el reparto de la renta de la tierra y de las otras actividades económicas en favor de una clase dirigente que tuvo un sesgo terrateniente militar y político. (Ouellet 1981). Sin duda el rasgo más notable de la sociedad de Nueva Francia fue el de la implantación y el desarrollo del sistema señorial más definido y completo que conocieran las Américas. En la América española no faltaron, sobre todo en la temprana sociedad de la conquista, especialmente la encomienda, pero salvo en contadísimos casos (el marquesado del Valle Hernán Cortes, por ejemplo) no tuvieron un carácter tan definido e integral. En efecto, la encomienda no era, en principio, más que una cesión del derecho a percibir el tributo de un grupo de indígenas que la Corona hacía al encomendero, tributo que podía ser exigido en trabajo o pagos en especie, pero el encomendero, a diferencia del Seigneur canadiense, no administraba justicia entre sus dependientes y además la encomienda no implicaba, ella misma, una cesión de tierras. Es verdad que inicialmente la gran oferta de tierras en el Valle de San Lorenzo y el bajo monto de los derechos señoriales (cens et rentes y otros gravámenes) debilitaron un sistema que estaba des-tinado a promover la colonización del valle -papel que cumplió muy mal- y la creación de una sociedad jerárquica pero también lo es que ya bien avanzado el siglo XVIII, al aumentar la presión demográfica, reducirse la oferta de tierras y comercializarse la agricultura en la región laurentiana, el peso del poder y las exacciones de los Señores aumentaron (Creer, 1985, Dechene, 1971) y el sistema señorial dejó de ser una estructura formal con escasa gravitación sobre los patrones de asentamiento y la vida concreta de los habitante.
En el Río de la Plata, a diferencia de lo ocurrido en otras provincias del Imperio español, los rasgos señoriales engendrados en el período de la conquista nacieron débiles y se desvanecieron rápidamente con el agotamiento de un régimen de encomiendas anémico que ya era una triste y pálida sombra a fines del siglo XVII (los pocos indios que las integraban se evaporaron rápidamente o simplemente huyeron).
En otras palabras mientras el sistema señorial tendía a afirmarse más y más en Nueva Francia, los rasgos y los valores seño-riales tendían a debilitarse y a desaparecer en el Río de la Plata (ciertamente en las economías cada vez más mercantilizadas de Buenos Aires y Santa Fe). Pero esa afirmación del ethos aristocrático y militar que algunos historiadores ven en el Canadá Francés no implicaba, en manera alguna, que esa elite careciera de un claro espíritu empresario y que la sociedad colonial canadiense no tuviera ciertos rasgos burgueses. Los comerciantes de pieles de Montreal, ya en el siglo XVII, estaban lejos de vivir rodeados de un lujo aristocrático y si invertían en tierras no lo hacían por motivos de status sino por consideraciones puramente económicas (Dechéne, en esta selección). Muchos señores intervenían en negocios ( en el comercio de pieles por ejemplo) y algunos vivían en la ciudad. No pocos comerciantes, por su parte se hacían señores. Eran burgueses gentilhombres, como aseguraba Cameron Nish (Cameron Nish, 1968) o, como sostiene Luise Dechéne ¿había gentilhombres por un lado y burgueses por otro? (Dechéne, ver trabajo de éste volumen) La historiografía canadiense está dividida al respecto. En realidad los elementos aristocráticos y «burgueses» no se excluían mutuamente en la mentalidad de las elites coloniales del Nuevo Mundo. La disyuntiva aristocracia-burguesía es, desde este punto de vista peligrosa y nos arrastra hacia una discusión que además de simplificar la realidad histórica nos lleva a un callejón sin salida.
Si el mundo rural del San Lorenzo adquirió, para algunos estudiosos, rasgos feudales no podemos olvidar la rica vida mercantil que se desarrollaba en los centros urbanos en torno del comercio de pieles (Montreal) y del comercio de importación y ex-portación (Quebec). Esas clases mercantiles, especialmente los négociants del Lowe Town de la capital, ofrecen alguna semejan-zas con los comerciantes importadores-exportadores de Buenos Aires que harían muy provechosa una comparación más puntual. Tanto los comerciantes de Canadá como los comerciantes de Bue-nos Aires tienen las familias más numerosas, se casan tardíamente y tienen más hijos que la media de las otras ocupaciones (Socolow, 1978; Igartua, 1979). Ambos grupos mercantiles son comisionistas y agentes de firmas mercantiles metropolitanas, y operan a través del crédito. Solo a fines del siglo XVIII la burguesía comercial porteña evoluciona hacia un comercio activo por cuenta propia, asegura Enrique Wedovoy (Wedovoy, 1955). Pero los comerciantes canadienses invierten en tierras y los de Buenos Aires prefieren las inversiones urbanas y suburbanas (casas y quintas por ejemplo) siendo su interés por las inversiones fundiarias muy secundario.
Tanto en Canadá como en Buenos Aires los artesanos vivían libres de la tutela gremial (que en el Río de la Plata llega tarde y es muy débil) y más expuestos a las fuerzas del mercado que en otras partes. En Montreal los artesanos residen en casas de las que suelen ser propietarios e intervienen en tierras mientras que en Quebec lo hacen en casas de piedra y acumulan más platería y activos líquidos. En general los artesanos francocanadienses pa-recían gozar de las comodidades mínimas (Hardy 1987) y acaso de un mejor pasar que la media de los artesanos porteños que debían soportar la competencia de diestros y numerosos artesa-nos negros y mulatos.
La sociedad rioplatense -en especial la de la capital del virreinato- había dejado atrás valores señoriales que nunca tu-vieron demasiada fuerza, se había «aburguesado» más que la francocanadiense- no había títulos de nobleza ni se fundaron mayorazgos en Buenos Aires- pero por ello había perdido por completo la impronta corporativa y los valores estamentales que los españoles introdujeron al llegar al Nuevo Mundo. En otras palabras, también ella, tenía rasgos que la vinculaban al modelo del Antiguo Régimen.
El peso del ethos y las estructuras militares habría sido muy marcado en Canadá, una colonia que disfrutó de pocos años de paz continuada (1713-1744). Los militares no sólo engrosaron la anémica población canadiense y habrían tenido una importante presencia numérica en ella (en 1685 había no menos de 1.600 tropas sobre una población total estimada en algo menos de 11.000 habitantes) sino que acabaron integrados a la vida económica y social local (Eccles 1987). La misma elite adquirió un sesgo militar; los señores y sus hijos integraban los cuadros de la oficialidad de las ‘Proupes de la Marine. Así las fuerzas militares y la sociedad canadiense se entrelazaron e interpenetraron fuertemente.
En el Río de la Plata del período colonial tardío las fuerzas y los gastos militares adquirieron un nivel desusado. Sin embargo, y a diferencia de lo ocurrido en Canadá, hasta las invasiones inglesas, los militares configuraron un grupo socialmente aislado y cerrado compuesto inicialmente por un alto número de oficiales de origen peninsular y sus hijos y sobrinos criollos. Las bajas remuneraciones y las escasas oportunidades de ascenso determinaron que la elite se mantuviera al margen y rehusara a enlistarse en los regimientos estacionados en la guarnición local. Sólo después de las invasiones inglesas, cuando se expandió el tamaño de la fuerza militar y los salarios se pagaron mejor y más puntual-mente las clases acomodadas de la ciudad invitaron a sus hijos a integrar los cuadros oficiales. (Johnson 1994).
¿Qué tipo de sociedad era la Canadiense bajo la dominación francesa? Una sociedad de órdenes, que se encaminaba a transformarse en una sociedad de clases responde Ouellet (Ouellet 1981). ¿Y la rioplatense? Sobre el filo de la crisis de la emancipación pareciera que (una vez más con la posible excepción de Corrientes) era ya una sociedad de clases que aún retenía ciertos resabios estamentales y corporativos. Esos resabios estamentales estaban más jaqueados y desdibujados allí donde en Canadá parecían tener más fuerza; en el mundo rural. La ganadería rioplatense con su proverbial incapacidad para controlar hombres y ganados y su creciente inserción en la economía de mercado tornaba problemática y casi imposible la implantación de un orden feudal en la pampa. (Mayo, 1995)
La economía
Una diferencia, a la larga menos decisiva de lo que parece, marcó a las economías francocanadiense y rioplatense colonial; la primera encontró, desde el primer momento, un staple local en torno del cual estructurarse, la segunda tardó un poco más. En efecto los franceses encontraron, en el litoral y el territorio canadiense dos productos primarios -el pescado y las pieles- con gran demanda en la economía europea y que pusieron en valor la región justificando el interés de Francia en ella. La energía de Hardd Innis uno de los padres de la staple theory, se volcó entonces a la explotación de los staples que, exportados a la metrópoli, estimularon en ella la elaboración de manufacturas de los productos ter-minados y de los productos que demandaba la colonia. (Innis, 1962). Sin embargo la lejanía de Canadá y su pobre ubicación respecto a las colonias angloamericanas, sus rivales en el abastecimiento de su mejor mercado: las Antillas, limitó la diversidad de las exportaciones y así retardó el desarrollo de la comercialización de la agricultura, la industria maderera y sobre todo el transporte comercial y la fabricación de barcos. Ante la falta de oportunidades económicas el trabajo se acumuló en una agricultura de subsistencia y Canadá generó así una economía dual con una comunidad agrícola compacta del Valle de San Lorenzo y una frontera peletera móvil, dos economías con poco contacto entre sí. (Watkins 1984)
Con una escasa población, que limitaba el tamaño del mercado interno, la escasez y carestía de la mano de obra calificada, que en algunos casos era necesario importar de Francia, y los al-tos costos de transporte marino era muy difícil que se diera un desarrollo industrial y una economía diversificada en el Canadá bajo el dominio francés. Los intentos de establecer una fundición de hierro y la fabricación de barcos a alto porte tuvieron así escaso éxito (para la producción de éstos últimos fue necesario traer los artesanos, sus herramientas y hasta las velas de Francia).
Hasta que se consolidó la exportación de cueros y luego de carnes saladas a fines del orden colonial y comienzos de período independiente el Río de la Plata careció de un staple que jugara un rol comparable al de las pieles en su territorio esto es que mar-cara el desarrollo de la economía de exportación local e hiciera atractiva la región para los españoles. Sin embargo, ya a fines del siglo XVI el puerto de Buenos Aires y algo más tarde el litoral habían logrado desarrollar sus incipientes economías locales gracias a su inserción en el espacio minero peruano como regiones proveedoras de productos (mulas, ganado en pie de esclavos y manufacturas europeas importados) y servicios (mercantiles y portuarios en el caso de Buenos Aires yen mucho menor medida Santa Fe, desde donde se reexportaba la yerba paraguaya al mercado altoperuano). (Motuokias 1988, Garavaglia ,1989) La falta de un staple local, fue así reemplazada de alguna manera en Bue-nos Aires por su temprana captación del gran staple altoperuano: la plata, al convertirse en el puerto que ligaba la economía atlántica con el mercado minero. Hasta fines del siglo XVIII la plata fue la principal exportación que se hacía desde la ciudad portuaria (hacia 1780 era constituida el 82% de las exportaciones de Buenos Aires) (Garavaglia 1989)
A diferencia de Quebec que era el puerto que ligaba a la colonia con la economía metropolitana, Buenos Aires se constituyó en un puerto excéntrico y antagónico en relación al comercio legal metropolitano colonial que giraba en tomo del eje Lima-Callao-Portobelo-Cadiz. Vía de fuga de plata hacia la economía atlántica, Buenos Aires fue así ante todo y hasta fines del siglo XVIII un puerto de contrabando que mantenía un sustancial comercio directo con la potencias rivales de España.
Hay otra diferencia que podría señalarse, esta vez en el comportamiento del sector agrario vis a vis staple y la demanda externa. Mientras en el Canadá el comercio de pieles tuvo un impacto muy limitado en el desarrollo de la agricultura canadiense y por lo tanto los contactos entre ambos sectores eran restringidos, en el Río de la Plata la conjunción de la demanda de productos pecuarios del mercado minero altoperuano y la demanda creciente de cueros del mercado europeo así como el rápido aumento del mercado porteño del trigo y la carne (ya en la segunda mitad del XVIII) jugaron un estilo cada vez más decisivo en la expansión de la ganadería y en la comercialización de la agricultura . Sólo después de la erección de la fortaleza de Luisbur y el desarrollo aún errático de las exportaciones a las Antillas ya sobre las últimas décadas del régimen francés tuvo el sector agrícola de la economía canadiense un estímulo externo para despegar.
En cambio, al igual que el Canadá, el Río de la Plata no pudo desarrollar un sector industrial. Salvo en Corrientes, donde se generó un sector industrial y maderero y se construyeron embarcaciones para el comercio fluvial, (Maeder, 1981) el resto del litoral careció de algo semejante.
La economía campesina
Tanto el Río de la Plata como el Canadá bajo el régimen francés eran mundos preindustriales con un fuerte peso del sector agrario. En ambos casos la evolución del sector agrario estuvo condicionada por una amplia oferta de tierras que sólo al final del proceso comenzó a hacerse problemática. En el Valle del San Lorenzo, durante buena parte del régimen francés, la falta de un desemboque externo para la producción agrícola y debilidad de los mercados urbanos determinó el surgimiento de una agricultura de subsistencia y un campesinado cada vez más sometido a las exacciones señoriales y de la Iglesia a medida que se cerraba el ciclo de la dominación francesa y se iniciaba el de la británica.
Así el peso muy limitado de los gravámenes señoriales al comienzo del proceso de asentamiento fue creciendo hasta representar, según los cálculos más extremos, el 40% del excedente de la producción campesina. (Greer 1985) A comienzo del siglo XIX ese campesinado, que parecía ser bastante homogéneo para una larga tradición historiográfica, comienza a estratificarse y hacer-se menos igualitario por motivos que los especialistas atribuyen a la mayor comercialización de la agricultura y a una creciente presión demográfica sobre una reserva cada vez más limitada de tierras, a una mayor integración de la economía campesina al mercado en el proceso de modernización de las estructuras económicas y sociales del Canadá Francés. Otros en cambio adjudican esa diferenciación interna del campesinado a causas endógenas a la economía campesina misma. El hecho es que ese campesinado presenta ya nítidamente, al comenzar el siglo XIX, una creciente estratificación interna que desembocará en la formación de un sector aún mayoritario de campesinos propietarios, un segundo grupo aparceros- arrendarios yen sector creciente de jornaleros agrícolas. Esa creciente desigualdad se revela, por ejemplo, en el señorío de San Jacinto en el reparto desigual de los medios de producción en el campesinado local (tierra, ganados y utillaje agrícola) que determina la formación de un sector más próspero de campesinos que acceden al mercado desde una posición de fuerza y otro más pobre (algunos inclusive sin tierra propia) que debe alquilar sus brazos en el mercado de trabajo en formación para complementar los ingresos proporcionados por su parcela. (Dessurault, 1987)
La demanda de cueros, ganado mular y ganado en pie determinó en el Río de la Plata una temprana y creciente vocación por la actividad ganadera que de la caza del ganado cimarrón en la etapa que se ha dado en llamar de la vaquería (que se prolongó hasta mediados del siglo XVIII en Buenos Aires y Corrientes) se pasó a la cría de ganado vacuno en el marco de la estancia (que se consolida en todo el litoral en la segunda mitad del XVIII). En la campaña bonaerense la agricultura, mucho más extendida de lo que se crea, y la ganadería coexisten aún en el espacio de la estancia misma, cuyo stock ganadero es diversificado (Mayo-Fernández, 1993) Allí predomina la pequeña y mediana propiedad y se destaca por su peso numérico un sector de pequeños criadores de ganados y agricultores que explotan la mano de obra familiar y que algunos sostienen que se trata de un verdadero campesinado (Garavaglia, Gelman 1987). Los estancieros porteños carecen aún del poder y del prestigio que tendrían después de 1820. Ese mundo rural ya muy ligado a la producción para el mercado en el siglo XVIII aunque ya hay atisbos de esa comercialización de la producción rural en el siglo anterior (Saguier, 1981). Es decir también en la pampa tardiocolonial se ha generado un campesinado al abrigo de una oferta de tierras abundante y de fácil acceso. ¿Qué lo asemeja de su contemporáneo canadiense? Lo asemeja su condición misma de campesino que basa la explotación de su parcela en el trabajo familiar, también ese campesinado pampeano dista de ser homogéneo, entre los criadores de ganado (Azcuy Ameghino, Martinez Dougnac, 1989) No todos los labradores tienen arado y carreta propia como sus congéneres del señorío San Jacinto. Los más demunidos también aquí alquilan su fuerza de trabajo en el mercado laboral en formación para suplantar sus ingresos parcelarios. Las prácticas hereditarias de los pequeños estancieros y labradores bonaerenses son, como las de los agricultores canadienses, en principio igualitarias aunque las estrategias posteriores para evitar la ex-trema división de las parcelas ante una oferta disminuida de tierras no hayan sido siempre las mismas.
Pero también hay diferencias, el habitante canadiense tiene una relación jurídica más firme con su roture que muchos de sus congéneres pampeanos que ocupan tierras sobre las que no tienen ningún título o derecho jurídico de propiedad, así aproximadamente un 40% o algo más de los criadores de ganado de las mues-tras que se han estudiado no eran propietarios de su parcela (Mayo, 1993; Garavaglia, 1993)
El sector que explota al campesinado en una y otra región no es exactamente el mismo; en Canadá son el Señor y el clero rural, en el mundo rural pampeano colonial tardío los verdaderos dominadores son los dueños del aparato mercantil que residen en la ciudad y son personajes urbanos en todos los sentidos posibles; el estanciero promedio cumple muy mal su papel de «Señor» aun cuando tenga arrendatarios en sus campos, lo que confirma la sospecha de que esa pampa tan tempranamente mercantilizada en todo menos feudal. Es que el papel y el peso de la ciudad de Buenos Aires, con sus casi 40.000 habitantes hacia principios del siglo XIX, sobre su hinterland rural parece haber sido mucho mayor que el de Montreal, por ejemplo, que con sus 10.000 habitantes hacia la misma época mantiene tenues relaciones con su entorno agrícola y carece, por ende, de la fuerza necesaria para dislocar o consolidar la estructura socioeconómica rural, (Dehene 1973).
Consideraciones finales
Similares en la composición básica de sus poblaciones aborígenes, el Canadá francés y el Río de la Plata colonial generaron sociedades étnica y culturalmente más homogéneas que otras regiones de América pero una relación bien distinta con los grupos indígenas; en el Río de la Plata ésta se basó en la explotación y la competencia, muchas veces conflictiva, por la tierra y los rebaños mientras que en Nueva Francia los franceses y los indios fueron socios y aliados. Es que allí se desarrolló una experiencia factorial exitosa en torno del comercio de pieles que desembocó en tipo de frontera distinta a la rioplatense. El estado y la Iglesia jugaron un papel más relevante en Canadá, excepto en la experiencia misional de los Jesuitas que ofrece explicables similitudes en ambas regiones. La sociedad franco-canadiense retuvo un carácter señorial donde los elementos burgueses habrían pesado menos que en Buenos Aires. Las economías, por su parte, tuvieron un fuerte sesgo agrario y preindustrial con un sector campesino que no dejaba de presentar algunas semejanzas importantes. ¿Hasta qué punto la experiencia francesa en Canadá y la española estaban prefigurando el destino posterior de dos países que, ya a fines del siglo XIX, aparecían experimentar un proceso similar de crecimiento basado en la exportación agraria? La respuesta queda para otros, en otro lugar.
(1) Mayo, Carlos (compilador), La Sociedad canadiense bajo el régimen francés, Biblioteca Norte Sur, Rosario, 1995, pp; 11:28.
Edición y corrección: Van Hauvart Duart, Maximiliano L. Estudiante de Letras. FH, UNMdP.