Aportes de la Historia

Notas dispersas sobre Historia

El padre Le Mercier y la misión a Santa Maria tierra de los Mohawk Iroquiois (1637)

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De la misión de Santa Maria entre los Mohawks Iroquiois

Introducción y traducción por Diana A. Duart (CEHis-FH-UNMdP) y Carlos Van Hauvart (Colegio Nacional A.U.Illia, Depto. Ciencias Sociales, UNMdP)

 

Introducción

Hace, exactamente, treinta años Carlos Mayo  nos explicaba el proceso de expansión colonial de Francia,  al cual  él lo denominaba como  precario. La tensión entre el proceso factorial ligado al comercio de pieles o peletero y la intención de colonización, planteado por el estado francés, era el primer punto de análisis.

El comercio de pieles nace junto con el interés en los bancos de pesca que había en la región de Terranova. Él nos señalaba que los intereses pesqueros generaron el primer asentamiento al que se sumó el comercio peletero.

La ocupación de Francia se concretó con el fuerte peletero, factorías en las cuales se compraban las pieles a los habitantes originarios. Otros realizaban la caza de animales y esto  fue modificando la frontera, a medida que se incrementaba la demanda de pieles, los franceses avanzaban hacia el interior. El otro tipo de ocupación fue realizado por las Misiones tanto de los Jesuitas como de Recoletos en su labor de evangelizar, el peso de la tarea realizada por estas órdenes religiosas es innegable en el proceso de ocupación del territorio de Nueva Francia en el siglo XVII.

En 1663 Colbert  y Luis XIV comienzan un cambio radical en el proceso de colonización. El estado se hace presente con una administración centralista, fuertemente burocrática, con gobernador, intendentes, obispados y un sistema de administración de justicia.

Hoy en Aportes ponemos a disposición de nuestros lectores la traducción de un fragmento del Diario del Jesuita Francois Le Mercier, superior de la orden en territorio de Nueva Francia y rector del Colegio de Quebec,  publicado en ingles por Allan Greer en su libro “The Jesuit Relations: Natives and Missionaries in Seventeenth-Century North America”.

Este relata el viaje de los Padres, Fremin, Pierron y Bruyas al territorio de los Iroqueses, enemigos de los Hurones y Algonquinos y aliados de los franceses.  Los Iroqueses habían sido hostiles a las misiones jesuitas, destruyendo la misión de Santa María en donde asesinaron al Padre Yogues, la misión punitiva posterior a estos eventos por parte de los franceses hicieron que los iroqueses en parte toleraran la presencia de los jesuitas, estos buscan en primer lugar retomar el contacto y  tomar conocimiento de los cautivos hurones y algonquinos en manos de los Iroqueses. El viaje con sus enormes distancias y dificultades al ingresar en territorio de otras sociedades es una constante en este tipo de relatos. También están descriptas las dificultades que encuentran en su tarea de evangelización aun cuando están sorprendidos que los cautivos todavía practiquen los rituales aprendidos en otras misiones jesuitas. Sin embargo también aparece el hostigamiento que deben soportar y que renace en las ceremonias en el cual el alcohol funciona como detonante.

Los padres Fremin, Pierron y Bruyas partieron en julio del año 1667 hacia el interior de la tierra de los iroqueses para restablecer allí las misiones que habían sido interrumpidas por las guerras. Ellos se detuvieron mucho tiempo en Fort Ste. Anne, a la entrada del lago Champlain, por miedo a una banda de indios Mahican (los llamamos Lobos), enemigos de los iroqueses. Sin embargo, abandonaron por fin ese fuerte, resueltos a correr los mismos riesgos y pasar por los mismos peligros que los embajadores iroqueses con los que viajaban a su país. No podemos dar mejor relato de su viaje, su llegada y bienvenida, y los frutos de sus esfuerzos por sembrar la fe en estas regiones salvajes y bárbaras que citando el diario que llevaban:

Cuartos de legua de las cataratas por las que desemboca el lago St. Sacrement [lago George], todos nos detuvimos sin saber por qué hasta que vimos a nuestros indios en la orilla recogiendo pedernales, que casi todos estaban cortados en forma. He aprendido el significado de esta práctica.

Nuestros iroqueses nos dicen que nunca dejan de detenerse en este lugar y rendir homenaje a una raza de hombres invisibles que habitan allí en el fondo del lago y que se dedican a preparar pedernales cortados para los que pasan por ese camino.

Sin embargo, estos últimos deben presentar sus respetos presentándoles tabaco, y cuanto más dan, más probabilidades hay de que el suministro de estas piedras siga siendo abundante. Estos hombres del agua viajan en canoas, al igual que los iroqueses.

Cuando su gran capitán se zambulle en el agua para entrar en su palacio, hace un ruido tan fuerte que aterroriza a cualquiera que no sepa acerca de este gran espíritu y sus pequeños hombres. Cuando nuestros iroqueses, con toda seriedad, nos recitaron esta fábula, les preguntamos si no ofrecían también tabaco al gran espíritu del Cielo y a los que allí habitan con él.

«[Más adelante en el viaje] … nuestros marineros desembarcaron al final del lago St. Sacrement y se prepararon para el porte, de apenas media legua de largo por el bosque. Todos tomaron parte del equipaje o las canoas. Después volvimos a embarcar y luego, después de unos pocos golpes de remo, abandonamos por fin esas canoas, felices de haber llegado sanos y salvos al final del lago, desde allí sólo teníamos treinta leguas de viaje por tierra para llegar a nuestro ansiado destino.

Dado que todo el país de los iroqueses temía en ese momento una nueva invasión francesa, catorce guerreros habían estado en la entrada de este lago durante varios días, constantemente en busca de un ejército en marcha, para que pudieran rápidamente difundir el mensaje a toda la nación. Su plan era tender una emboscada en el bosque, para atacar ventajosamente y acosar a los invasores a lo largo de la línea de marcha. En consecuencia, una tercera banda [sic] se colocó allí, con fines de reconocimiento. Pero, por gran suerte para ellos y para nosotros, no llegamos a ellos como enemigos, sino como ángeles de paz. Ellos, por su parte, dejaron de ser leones y se convirtieron en nuestros sirvientes, haciéndose muy útiles como porteadores: la Providencia los colocó allí para llevar nuestro equipaje, que de otra manera habría sido muy difícil de transportar por tierra a su país.

 Y así avanzamos en compañía y, con breves marchas, llegamos a tres cuartos de legua de su aldea  principal, llamada Gandaouague. Fue aquí donde el difunto Padre Jogues regó la tierra con su sangre y donde fue tan maltratado durante dieciocho meses de  cautiverio. Allí fuimos recibidos con las ceremonias habituales y con todos los honores posibles. Nos condujeron al camarote del primer capitán, donde toda la gente se agolpó para mirarnos, encantada de ver entre ellos a unos franceses tan pacíficos, cuando otros franceses habían aparecido allí no mucho antes como si estuvieran furiosos.

El primer cuidado del Padre Fremin fue pasar por las cabañas en busca de cautivos hurones y algonquinos, que solo constituyen una parte del pueblo. Bautizó de una vez a diez de sus hijos, entregando a Dios estas primicias benditas de la nueva misión.

Nuestra capilla fue construida gracias al esfuerzo de los propios iroqueses, quienes se dedicaron a la tarea con increíble ardor. La abrimos y nuestros viejos cristianos, que antes habían sido instruidos en su propio país hurón por nuestros padres, pudieron volver a escuchar la santa misa. Aquí hay que confesar que no pudimos evitar derramar lágrimas de alegría al ver a estos pobres cautivos. Tan fervientes en sus devociones y tan constantes en su fe después de todos los años que habían estado privados de toda instrucción. Tal es la recompensa que Dios nos da de antemano por las pequeñas labores que esta vida bárbara nos impone por amor a Él. Los días pasan más rápido de lo que pensamos y nos vemos obligados a pasar ocho horas seguidas dirigiendo las oraciones de las personas que vienen a la capilla, mientras que el resto del tiempo pasa rápidamente en otras funciones apostólicas.

Las madres nos traen a sus pequeños para que les hagamos la señal de la cruz en la frente y ellas mismas adoptan el hábito de hacer lo mismo antes de acostarlos. Su conversación habitual en las cabañas es sobre el infierno y el paraíso, temas sobre los que a menudo les hablamos.

La misma costumbre se sigue en los otros pueblos, a imitación de éste, y de vez en cuando se nos invita a ir a administrarles los sacramentos y establecer iglesias infantiles en la medida en que el estado de barbarie lo permita.

En la primera visita que hizo el padre Fremin a uno de estos pueblos, encontró a cuarenta y cinco cristianos ancianos, que le agasajaron, y que ellos mismos recibieron a cambio, mucho consuelo. Se sintió movido a dar testimonio de la verdad, declarando que nunca habría creído, hasta que la vio y la experimentó, cuán firmemente arraigada está la piedad en las almas de estos pobres cautivos, pues su devoción supera con creces a la del común de los cristianos. A pesar de que estuvieron privados durante tanto tiempo de la ayuda de sus pastores

Se acercaron para recibir sacramento, bautizaron a sus hijos y mostraron el lugar donde se reúnen todas las noches, sin falta, para mantener el fervor con las oraciones públicas que ofrecen juntos. Allí se les unieron algunos iroqueses, atraídos por el olor de este buen ejemplo y persuadidos, por esta noble constancia, de la verdad de nuestra santa fe.

 Hay muchos obstáculos para el establecimiento de la fe entre estos pueblos que han sido ampliamente discutidos en Relaciones anteriores, pero uno de los más grandes aún no se ha mencionado. La embriaguez, provocada por el aguardiente que los europeos de estas costas empezaron a vender a los indígenas hace algunos años, le ha resultado muy útil al Diablo.

Es tan común aquí, y provoca tales desórdenes, que a veces parece como si toda la gente del pueblo se hubiera vuelto loca, tan grande son las conductas que se permiten cuando están bajo los efectos del licor. Se nos han arrojado tizones a la cabeza y se han prendido fuego nuestros papeles; han entrado en nuestra capilla y a menudo nos han amenazado de muerte. Durante los tres o cuatro días que duran estos desórdenes -y son bastante frecuentes- se nos hace sufrir mil insultos sin quejarnos. No podemos comer ni descansar.

Sin embargo, cuando la tormenta ha pasado, volvemos a nuestras funciones en paz. Por ejemplo, celebramos la fiesta de la Navidad con toda la devoción imaginable por parte de nuestros neófitos, varios de los cuales asistieron a seis misas consecutivas. Por tanto, Dios no nos deja en perpetua amargura. Tenemos cuarenta hurones que hacen profesión pública del cristianismo y, en su mayor parte, durante los primeros tres meses bautizamos a cincuenta personas; de ellas, dos mujeres iroquesas y dos mujeres algonquinas están en el camino de la salvación, como tenemos razones para creer, en vista de los sentimientos piadosos en los que murieron. Desde entonces, hemos bautizado a cincuenta más y, de todos estos, treinta niños ciertamente están en el Cielo.

 

Cita:

1.- Alan Greer (ed. e intro.), The Jesuit Relations: Natives and Missionaries in Seventeenth-Century North America, University of Pittsburg, Bedford ST. Nueva York, 2000, pp.110:155.

La siguiente traducción del texto en ingles está realizada en torno al uso de la Historia escolar básica.

 

Traducción

Diana Duart y Carlos Van Hauvart.

Edición

Ihan Quiroz, estudiante CNAUI (UNMdP)

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