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Fuentes sobre la esclavitud en el siglo XIX, tercera parte: Booker T. Washington.
por Diana A. Duart CEHis-FH-UNMdP y Carlos A. Van Hauvart CEHis-FH- CNAUI-UNMdP.
El tema de la esclavitud en las distintas experiencias coloniales como contenido en la historiografía escolar argentina está prácticamente ausente, apenas señalado desde el enfoque económico para el mundo rural y urbano. Ese silencio continua con respecto al siglo XIX.
Sin embargo para la Historia Académica sigue siendo un tema central, renovados marcos teóricos desde lo social y económico, nuevas fuentes y textos sumados a las ya existentes nos permiten la permanente rediscusión de supuestos.
Es cierto que las fuentes para aproximarnos al estudio de la esclavitud requieren de un atento trabajo, sus voces nos llegan indirectamente como el caso de Patricio, ese esclavo de la Banda Oriental que supo ser capataz de la Estancia de las Vacas a finales del siglo XVIII en el Río de la Plata y tan bien retratado por Carlos Mayo en su trabajo sobre Patricio Belén.
La historiografía de la Nueva Inglaterra sobre la esclavitud junto a la del proceso de independencia y de la Republica, les has dado un lugar central. Es indudable que la secesión de los Estados del Sur y su abandono de la Unión son temas centrales en la historia escolar de Estados Unidos.
Las cartas de los plantadores describiendo a sus “esclavos”, los extensos y furiosos debates de los esclavistas como los antiesclavistas están en los textos escolares como fuentes que permiten comprender a esa sociedad y acercarnos al tratamiento directo sobre esta cuestión. Las biografías de esclavos también han estado presente tempranamente, muchos de ellos sabían leer y escribir, otros como el caso que presentamos; Booker T. Whashington aprendieron durante lo que se denominó la “reconstrucción” de la Unión y especialmente del Sur cuando fue ocupado por más de 20 años por el Gobierno Federal.
Booker T. Whashington fue un buen ejemplo para muchos y un mal ejemplo para otros. Su controvertida figura para los norteamericanos no es lo que nos interesa, si el hecho que este esclavo liberto fue fundador y director del prestigioso Colegio Tuskgee. Nació en una plantación de Virginia, nunca supo cuándo, supone que entre 1857 y 1858, no conoció a su padre, pero sospechaba que fuera blanco, tan víctima como él del sistema esclavista según el mismo declara.
Creía en la conciliación entre los viejos amos y los ex esclavos. Esa oportunidad fue desperdiciada por el movimiento de “segregación” que nació posteriormente de la Guerra Civil y siguió fracturando dolorosamente a los Estados Unidos. Comprendió que el segregacionismo sureño fue y en cierto sentido lo sigue siendo tan peligroso como la esclavitud, limitando los derechos civiles fundamentales, como el acceso a una educación de calidad, el voto entre otras tantas cuestiones que se resolvieron a mediados del siglo XX y cuyo máximo exponente es Martin Luther King.
Es tan irónico que pudiera convertirse en una figura de renombre mundial al cual muchos querían conocer, incluso la Reina Victoria, pero debía viajar en un coche segreagado. En ese Sur en que cualquier reclamo de los afroamericanos era respondido con la amaneza de un linchamiento B.T.W. advertía que cuando tu cabeza está en la boca del León, hay que usar la mano para acariciarlo.
En este apartado presentamos un fragmento del Capítulo III, “La lucha por una educación”, en la cual nos relata como toma conocimiento de la Escuela de Hampton, escuela creada como él nos dice para “gente de mi raza”, esa información proviene de un dialogo entre mineros del carbón cuando se hallaban trabajando, -Booker siguió atentamente esa plática- y entendió que ese era el lugar en el cual quería “instruirse”. Para costearse el viaje tuvo que trabajar en la casa del General Ruffner, su mujer era conocida por lo estricta y severa con quienes trabajaban para ella, pero el salario de cinco dólares mensuales y los conocimientos que podría adquirir le resultaban una ventaja no un obstáculo para su objetivo. El las llamó las lecciones más valiosas, que lo llevaban a tener actitudes que pocos valoraban, pero otros sí, desde limpiar un patio sucio a modificar su entorno a partir de las lecciones de la Señora Huffner, esta le permitió ir a la escuela del pueblo todos los días y acceder a la biblioteca de la casa, convenciéndolo a Booker que su única oportunidad sería la instrucción escolar. Ese viaje como la partida es para él un punto límite, en donde el objetivo será ingresar a la Academia Hampton.
Una vez ahorrado el dinero que consideré suficiente para llegar a Hampton, di las gracias al capitán del barco por su bondad y reinicié la marcha. Sin ningún incidente digno de mención llegué a Hampton, con un superávit de cincuenta centavos de dólar exactos, con el cual iniciar mi educación. Me había resultado un viaje largo y lleno de acontecimientos, pero el espectáculo del enorme edificio de ladrillos, de tres pisos, pareció recompensarme de los sufrimientos que me había costado llegar hasta allí. Si los que aportaron dinero para construir aquel edificio pudieran apreciar la influencia que él ejerció en mí, como en tantos otros jóvenes, se sentirían más inducidos todavía a hacer esa clase de donaciones. Me pareció que era el edificio mayor y más hermoso que había visto jamás. Tenerlo ante mi vista me infundió nueva vida. Comprendía que una nueva existencia había empezado para mí; que la vida tendría desde entonces un sentido nuevo. Pensé que había llegado a la tierra prometida, y decidí no permitir que ningún obstáculo me impidiese realizar el máximo esfuerzo para llevar a cabo el mayor bien que conceptuaba deseable en este mundo: el de instruirme.
Lo antes posible después de llegar al Instituto de Hampton, me presenté a la directora para que me destinase a una clase. Como hacía tanto tiempo que comía mal, no me bañaba adecuadamente y tampoco me cambiaba la ropa, no le causé, por supuesto, una impresión muy favorable, y en el acto pude comprender que tenía sus dudas sobre si estaría bien aceptarme como estudiante. Pensé que no podría pensar mal de ella si me tomaba por un holgazán o un vagabundo indigno. Durante un buen rato no se negó a admitirme, pero tampoco se decidió en mi favor, y yo continué girando en torno de ella, impresionándola cada vez peor con mi aspecto poco recomendable. La vi entre tanto aceptar a otros estudiantes, lo cual aumentaba muchísimo mi desazón, pues tuve la sensación, en lo hondo de mi alma, de que yo podría impresionar tanto como ellos, con solo tener la oportunidad de demostrar lo que llevaba dentro de mí.
Transcurrieron algunas horas, al cabo de las cuales la directora me dijo por fin:
—El aula contigua necesita un barrido. Toma la escoba y bárrela.
Se me ocurrió en el acto qué mi oportunidad estaba allí. Jamás escuché una orden con más hondo regocijo. Me sabía capaz de barrer, pues la señora de Ruffner me había enseñado a hacerlo perfectamente bien durante los días en que viví en su casa.
Barrí el aula tres veces. Después tomé un trapo que se usaba para quitar el polvo y con él repasé cuatro veces toda la obra de carpintería de las paredes, los bancos, mesas y pupitres. Además, Corrí los muebles y limpié a fondo todos los armarios y rincones del cuarto. Pensé que mi futuro dependía en gran parte de la impresión que produjese en la maestra aquella limpieza. Cuando terminé, me presenté a ella. Era una mujer «yanqui» que sabía muy bien a dónde tenía que mirar en busca de tierra. Penetró en el salón e inspeccionó el piso y los armarios; después tomó el pañuelo y lo frotó sobre la madera, la mesa y los bancos. Corno no pudo encontrar ni una partícula de polvo en ningún sitio, ni de tierra en cl suelo, me dijo con mucha calma:
—Creo que podrás ingresar en el colegio. Me sentí uno de los seres más dichosos del mundo. Aquel barrido del salón fue mi examen de ingreso, y no creo que jamás joven alguno haya aprobado en Harvard y Yale otro que le deparase más legítima satisfacción. Desde entonces he salido bien en muchos exámenes, pero siempre he pensado que aquel fue el más peligroso y mejor rendido de todos.
He hablado de mi experiencia en el ingreso al Instituto de Hampton. Tal vez pocos, o ninguno, la hayan tenido como la mía, pero aproximada-mente por aquel mismo tiempo hubo centenares de estudiantes que entraron en Hampton y otras instituciones después de experimentar dificultades que en algo recordarán las que yo pasé. Fueron jóvenes de ambos sexos decididos a lograr una educación a costa de cualquier sacrificio.
El barrido del salón de clase en la forma en que lo había hecho pareció allanarme el camino en el interior de Hampton. La señorita Mary F. Mackie, la directora, me ofreció un puesto de portero. Por supuesto lo acepté alborozado, pues era un cargo con el cual podía ganarme, trabajando, casi todo el importe de mi pensión. El trabajo era duro y abrumador, pero me aferré a él. Tenía que cuidar gran número de cuartos y trabajar hasta muy tarde por la noche, mientras que por otra parte me tenía que levantar a las cuatro de la madrugada, a fin de hacer fuego y tener algo de tiempo para preparar mis lecciones. En toda mi carrera en Hampton, y después en mi vida fuera del establecimiento, la señorita Mary F. Mackie, la directora a quien me he referido, demostró ser una de mis amigas más decididas y que más me ha ayudado. Su consejo y su aliento fueron siempre utilísimos para mí y me fortalecieron en las horas más amargas. (1)
Cita:
1.- Washington, Booker T., Yo fui Esclavo, Companía General Fabril, Argentina, 1971, pp.50:51
Edición y corrección: Van Hauvart Duart, Maximiliano L. Estudiante de Letras. FH, UNMdP.