Aportes de la Historia

Notas dispersas sobre Historia

Fuentes sobre la esclavitud en el siglo XIX: Frederick Douglas (Parte III) por Diana A. Duart y Carlos Van Hauvart

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Fuentes sobre la esclavitud en el siglo XIX: Frederick Douglas

por Diana A. Duart CEHis-FH-UNMdP y Carlos A. Van Hauvart CEHis-FH- CNAUI-UNMdP.

El tema de la esclavitud en las distintas experiencias coloniales como contenido en la historiografía  escolar argentina, está prácticamente ausente, apenas señalado desde el enfoque económico para el mundo rural y urbano. Ese silencio continua con respecto al siglo XIX.
Sin embargo para la Historia Académica sigue siendo un tema central. Renovados marcos teóricos desde lo social y económico, nuevas fuentes y textos sumados a las ya existentes nos permiten la permanente rediscusión de supuestos.
Es cierto que las fuentes para aproximarnos al estudio de la esclavitud requieren de un atento trabajo, sus voces nos llegan indirectamente como el caso de Patricio, ese esclavo de la Banda Oriental que supo ser capataz de la Estancia de las Vacas a finales del siglo XVIII en el Río de la Plata y tan bien retratado por Carlos Mayo en su trabajo sobre Patricio Belén.
La historiografía de la Nueva Inglaterra sobre la esclavitud junto a la del proceso de independencia y de la  formación de la Republica, les ha dado un lugar central. Es cierto, la secesión de los Estados del Sur y su abandono de la Unión son temas centrales en la historia escolar de Estados Unidos.
Las cartas de los plantadores describiendo a sus “esclavos”, los extensos y furiosos debates de los esclavistas como los antiesclavistas están en los textos escolares como fuentes que permiten comprender a esa sociedad y acercarnos al tratamiento directo sobre esta cuestión. Las biografías de esclavos también han estado presente tempranamente, muchos de ellos sabían leer y escribir,  como el caso de Frederick Douglas.

Frederick Douglas nació en Tuckahoe en el Condado de Talbot, Maryland, cerca de Hillesborough  a 30 kilómetros del poblado de Eaton. Nunca supo su edad pero por recuerdos de su “amo” estimaba que en 1835 tenía alrededor de 27 años. Su padre fue un hombre blanco aunque por rumores él creía que posiblemente su padre fuera su “amo”. Su madre se llamaba Harriet Balley y su abuelo materno Issac, casada con Betsey Balley.
Fue separado de su madre inmediatamente después haber nacido. Pocas veces la volvió a ver (siempre de noche) y falleció cuando él tenía 7 años. Su primer “amo” fue al que él llamaba Capitán Anthony, quien no era considerado un rico propietario pero poseía más de 30 esclavos que trabajaban en dos o tres granjas. El recuerdo más vívido de Frederick Douglas era con respecto al capataz, un tal Plummer al que él calificaba como un monstruo salvaje cuyas prácticas crueles como las de su amo son descriptas a lo largo de las primeras páginas.
Posteriormente fue vendido a la Familia Alaud en Baltimore, en donde – como el mismo señala – como un evento extraordinario que lo ayudo a pensar en la libertad y la educación.
El párrafo seleccionado gira entorno a la llegada de Douglass  para trabajar con el «señor Freeland», su «amo» Covey lo había enviado primeramente a un astillero en donde en una pelea con «varios blancos» casi pierde la vida, luego de recuperarse es contratado por el Señor Freenland, en ese lugar es donde decide escaparse con los amigos y compañeros que va haciendo en su tarea en la escuela «dominical» donde enseña a leer y a escribir:

Pero vuelvo al señor Freeland y a mi experiencia mientras estuve empleado con él. El, como el señor Covey, nos daba bastante de comer, pero, a diferencia del Sr. Covey, también nos daba tiempo suficiente para comer. Nos hacía trabajar fuerte, pero entre la salida y la puesta del sol. Exigía mucho trabajo pero nos daba buenas herramientas para hacerlo. Su granja era grande, pero empleaba los peones para trabajar, y con facilidad, comparado con muchos de sus vecinos. La forma en que me trató, mientras fui su empleado, fue celestial, comparada con la que experi-menté a manos del señor Edward Covey.

 El Sr. Freeland sólo poseía dos esclavos. Sus nombres eran Henry Harris y John Harris. El resto de los peones eran alquilados. Estos éramos: yo, Sandy Jenkins y Handy Caldwell. Henry y John eran bastante inteligentes y al poco tiempo de estar yo allí, logré crear en ellos un fuerte deseo de aprender a leer. Este deseo pronto surgió también entre los otros. Muy pronto, reunieron algunos viejos silabarios y no hubo nada que los convenciera: yo tenía que dirigir una escuela dominical. Yo estuve de acuerdo con ello y, por consiguiente, dediqué mis domingos a enseñarles a leer a mis amados compañeros de esclavitud. Cuando yo llegué allí ninguno de ellos sabía ni una letra. Algunos esclavos de las granjas vecinas descubrieron lo que estaba ocurriendo y también aprovecharon esta pequeña oportunidad para aprender a leer. Se daba por supuesto, entre todos los que venían, que había que hacer la menor ostentación posible. Era necesario mantener a nuestros religiosos amos de St. Michael’s ignorantes del hecho de que, en lugar de pasar el domingo luchando, boxeando y bebiendo whisky, estábamos tratando de aprender a leer la voluntad de Dios, pues ellos preferían vernos ocupados en esos deportes degradantes, antes que vernos comportándonos como seres inteligentes, morales y responsables. Me hierve la sangre cuando pienso en el encarnizamiento con que los señores Wright Fairbanks y Garrison West, ambos líderes de sus clases, junto a muchos otros, se abalanzaron sorpresivamente sobre nosotros con palos y piedras y des-rozaron nuestra virtuosa escuelita dominical de St. Michael’s. ¡Y todos ellos se llaman a sí mismos cristianos! ¡Humildes seguidores de Nuestro Señor Jesucristo! Pero ya estoy divagando otra vez.

Mi escuela dominical funcionaba en la casa de un hombre de color libre, cuyo nombre creo imprudente mencionar, porque si lo diera a conocer, podría comprometerlo demasiado, aunque el crimen de poner la escuela fue cometido diez años atrás. En cierto momento tuve cuarenta alumnos, y de los buenos, con ardientes deseos de aprender. Eran de todas las edades, aunque en su mayoría hombres y mujeres. Recuerdo esos domingos con un placer que no puede ser expresado. Fueron días importantes para mi espíritu. El trabajo de instruir a mis queridos hermanos en la esclavitud fue la ocupación más agradable con que pude ser bendecido jamás. Nos amábamos los unos a los otros y dejarlos al caer la tarde del domingo era una verdadera pena. Cuando pienso que estas preciosas almas están hoy encerradas en la cárcel de la ‘esclavitud, mis sentimientos desbordan, y estoy casi dispuesto a preguntar, «¿Es un Dios justo el que gobierna el universo? Y ¿para qué empuña el trueno en su mano derecha si no es para castigar al opresor, y para liberar al despojado de las garras del explotador?» Estos seres queridos no venían a la escuela dominical porque era popular hacerlo, ni yo les enseñaba porque fuera estimable ocuparse de ello. Durante todo el tiempo que pasaban en esa escuela, estaban expuestos a ser arrestados y a recibir treinta y nueve latigazos. Venían porque querían aprender. Sus mentes habían sido hambreadas por sus crueles amos. Habían sido encerrados en la oscuridad mental. Yo les enseñaba porque era un placer para mi alma hacer algo que permitiera mejorar la condición de mi raza. Mantuve la escuela casi todo el año en que viví con el Sr. Freeland y, además de la escuela dominical, dedicaba tres noches por semana, durante el invierno, para enseñar a los esclavos en casa. Y gozo de la felicidad de saber que varios de los que venían a la escuela dominical aprendieron a leer y que uno, por lo menos, es ahora libre por mediación mía.

 El año transcurrió fácilmente. Pareció la mitad de largo que el año anterior. Lo pasé sin recibir un solo golpe. Le daré al Sr. Freeland la reputación de haber sido el mejor amo que tuve, hasta que me convertí en mi propio amo. Por la facilidad con que pasé ese año estoy en deuda, sin embargo, con la sociedad de mis hermanos de esclavitud. Ellos eran almas nobles; no sólo tenían corazones afectuosos, sino también valientes. Estábamos unidos y entrelazados entre nosotros. Yo los amaba con un amor más fuerte que nada de lo que he experimentado desde entonces. Se dice a veces que nosotros los esclavos no nos amamos ni nos tenemos confianza. En respuesta a esta afirmación, yo puedo decir que nunca amé a nadie, ni tuve confianza en alguien más que en mis compañeros de esclavitud, y especialmente en aquellos con quienes viví en lo del señor Freeland. Creo que habríamos muerto por cualquiera de nosotros. Nunca nos movimos por separado. Éramos uno, tanto por nuestros temperamentos y disposiciones, como por las mutuas injusticias a las que estábamos necesariamente sujetos por nuestra condición de esclavos. (1)

Cita:

(1) Douglass, Frederick; Relato de la vida de un esclavo americano, Biblioteca Total, Memorias y autobiografías, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1978, Capitulo VI (fragmento) pp. 64:67. Traducción: Fernando Mateo.

Edición:  Maximiliano Van Hauvart, estudiante UNMdP.

 

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