Aportes de la Historia

Notas dispersas sobre Historia

Al Señor Presidente de la República, Ing. Mauricio Macri, un texto para comprender la ciencia en argentina: La nuca de Houssay, la ciencia argentina entre Billiken y el exilio de Marcelino Cereijido.

Cereijido, Marcelino, La nuca de Houssay, la ciencia argentina entre Billiken y el exilio, F.C.E., Argentina, 1990,159.

ISBN 950-557-097-X

Comentario de Contratapa:

Ni historia de la ciencia ni sociología del mundo de la investigación, ni biografía de Houssay ni manual de divulgación, La nuca de Houssay es ante todo una maravillosa narración de una etapa fundamental de la ciencia en Argentina: el cuarto de siglo transcurrido entre principios de los años 40 y 1966. Centrada en la figura de Bernardo A. Houssay —el científico, por supuesto, pero también el maestro y, cómo no, el hombre político— la obra de Cereijido brinda un testimonio de primera mano y ofrece, igualmente, una lúcida reflexión sobre los problemas más agudos de la investigación científica.

 Libro fundamental para un mejor entendimiento de los temas que trata, La nuca de Houssay es también una obra crítica que expone bajo la luz de una intensa y sutil ironía algunos de los vicios que han contribuido —y con-tribuyen— a dificultar la tarea de científicos e investigadores en nuestro país.

 Pero La nuca de Houssay no es un amargo catálogo de desilusiones ni un inventario de rechazos. Antes bien, es una obra en la que el humor marcha a la par que la inteligencia, y a la cual la habilidad narrativa de su autor, el diestro dominio del lenguaje, el acertado retrato de los personajes y de las épocas convierten en una entretenida historia que nada debe envidiarle a la mejor literatura.

 

¡Oh, maravilla de la mente! Con esas cadenas causales llenas de fantasía, debí cimentar de alguna forma la capacidad de razonar y comenzar a urdir mis propias teorías. Una de ellas se generaba como sigue: Marcelino Cereijido, mi padre, había emigrado de España a la Argentina, donde sólo tenía un hermano y una hermana mayores que, para colmo de desafectos y lejanías, no vivían en Buenos Aires. De modo que para todo fin práctico, mis familiares eran casi exclusivamente los Mattioli, la rama materna de un árbol que hundía sus raíces en Italia. Los padres de mamá eran italianos, hablaban entre ellos en piamontés, y conmigo en lo que ellos llamaban «la castilla», parlanza que a pesar de constituir un esforzado acercamiento al idioma que oían en la calle, era tan deforme corno sus huesudas manos, tan poco flexible como sus rodillas, de tan escasa penetración como sus ojos présbitas, y tan enclenque como sus titubeantes pasos. En cambio tío Pascual, el mayor, quien había venido de Castagnole Lanze, Piamonte, cuando apenas tenía un año de edad y era por lo tanto italiano, no tenía el menor acento peninsular. Yo pensaba que si bien tío Pascual era italiano, no lo era tanto como los abuelos. Lo seguían en edad tío Marcos y mi madre, argentinos ambos, que jamás hablaban en italiano, pero que lo entendían con toda facilidad. Luego venían los argentinísimos tíos Juan y Carlos, que no hablaban piamontés, pero que así y todo sabía canciones alpinas, refranes en italiano y frases sueltas. La menor era tía Josefina, cuyo italiano a lo sumo le permitía seguir el hilo de lo que se estaba hablando. Pasábamos así a la generación siguiente, la de mi hermano Carlos, mi prima Lucy y yo, que éramos cien por ciento argentinos.

 Y sobre aquella casuística familiar en la que ordenaba a mis parientes por edades y grado de italianidad, desarrollé mi primera hipótesis científica, que habría de ser tan errónea como todas las que generaría más tarde en la vida profesional, pues llegué a pensar que a medida que uno envejece se vuelve italiano. Si para más datos tomaba en consideración las edades y grados de italianidad de los amigos de la familia, la hipótesis salía fortalecida, pues todos los chicos compañeros míos eran argentinos y en cambio todos los viejos amigos de mis abuelos eran italianos. Si en aquel entonces —pero con el entrenamiento científico actual— hubiera tenido que defender el punto de vista, habría podido graficar lo itálico de cada uno en función de su edad, obteniendo así una recta con un alto coeficiente de correlación.

¿Cómo explicaba que el castellano que hablaban los abuelos fueran tan deforme y estuviera contaminado con un fuerte acento piamontés? Sencillamente como un producto del esclerosamiento de sus lenguas, similar al de sus articulaciones, al de sus ojos, o al de sus pieles. El italiano era algo así como un estado senil del castellano. En carnaval, cuando nos disfrazábamos de viejitos, usábamos ropas de nuestros mayores, una boina, un par de anteojos sin cristales; nos pintábamos mostachos con un corcho quemado y completábamos la caracterización encorvándonos, marchando con bastón y fingiendo hablar en italiano. En las murgas cantábamos:

Si parliamo d’il dottore,

 farabúm, chipún, chipún

La hipótesis fue muriendo por ineficiencia sin que me percatara. Así y todo sufrió un colapso preciso y final: Boido. Lo trajo la maestra ya iniciados los cursos, cubriéndolo protectoramente con su brazo y apoyando su mano sobre el hombro del chico para poder así acurrucarlo junto a su cuerpo. Lo vimos con sus pantalones cortitos de terciopelo, que tenían una hilera de botones de nácar a cada lado, temeroso, vivaz y de mirar emotivo. Boido se paraba tieso sobre sus enclenques patitas de tero. Su cabello rubio, largo y engominado, terminaba lisa y prolijamente en una nuca formada por dos músculos flacos, que siempre estaban tensos. Lo ubicaron junto a mí en uno de los bancos de adelante, obligando para ello a Schirillo a cambiarse hacia uno en el fondo del salón, pues de todos modos ya estaba demasiado alto como para la primera fila. Por ser su compañero de banco, me encargué de sondear al recién llegado, y lo fui haciendo furtivamente, a medida que los paréntesis de la clase permitían un intercambio rápido de preguntas y respuestas: Boido venía de Italia, Trieste para mayor precisión y, por si eso hubiera sido poco ¡era italiano! —¿Tan chico y ya italiano? —quise confirmar, y Boido tuvo entonces un nuevo ataque de extrañeza y angustia en ese país tan lleno de cosas ajenas. Lagrimeó, pero se sobrepuso y, venciendo su congoja, me contó que en Italia había muchos italianos de su edad, y los había aún más precoces. En cierto modo pude comprenderlo, pues mi abuelo solía afirmar que Italia era un país mucho más adelantado que la Argentina. Además, quizá por la guerra mundial —gran parte de las conversaciones del abuelo se referían a la Segunda Guerra Mundial y sus penurias— o Dios sabría por qué peripecias de la vida, allá la gente se había visto obligada a empezar a ser italiana desde su temprana infancia, del mismo modo que en la Argentina había niños a quienes la pobreza había forzado a vender periódicos, lustrar zapatos o repartir leche.

 Allá por el tercer grado escolar, mis padres comenzaron a comprarme el Billiken. Esa revista, que por entonces dirigía Constancio C. Vigil, me enteró de griegos y astrónomos, camaleones y cráteres lunares, cometas y sabios de la antigüedad. El Billiken tenía una sección dedicada a hombres ilustres, que en una docena de cuadritos narraba la vida de Mozart o Galileo, Pasteur o Carlomagno. Aquellos hombres, cualquiera hubiera sido el logro que los había llevado a la fama, tenían algunas características invariables: todos ellos habían sido muy pobres de niños, todos ellos querían mucho a sus padres y maestros, ninguno había faltado un solo día a la escuela. Como los mayores auguraban que yo llegaría a ser un gran hombre, ese tipo de requisitos empañaba mis perspectivas. Para colmo, mamá y mi abuela solían agregar que el secreto de la grandeza de los que aparecían en el Billiken era que jamás habían dejado de tomar la sopa. Pero, por suerte, a esas alturas había comenzado a poner en tela de juicio las aseveraciones de los mayores. (1)

 

ÍNDICE

De los perros que se remontan como barriletes al estudio de la medicina 9

La nuca dcl doctor Bernardo A. Houssay 19

Doctor, ¿conoce usted a Houssay?   29

De la cátedra a la cárcel de Devoto 39

Una facultad monstruosa 51

Un viejo modelo y una nueva realidad 67

Exactamente, ¿qué era Exactas?   83

Bernardo A. Houssay en el ojo de la tormenta   93

El joven empirista 103

Final de una adolescencia científica 115

Una mirada desde lejos 125

De nuevo en casa   133

En el incipiente nicho ecológico creado por la ciencia, surge una especie dañina   145

Y llega el 66   151

Epílogo   159

Cita:

(1) Cereijido, Marcelino, La nuca de Houssay, la ciencia argentina entre Billiken y el exilio, F.C.E., Argentina, 1990, pp.11:13.

 

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