Barnet, Miguel, Memorias de un Cimarron, Biblioteca Total, Memorias y autobiografías, Centro Editor de América Latian, 1978, Buenos Aires.
La literatura nos ha aportado a partir de su construcción del estilo novela y testimonio la reconstrucción de esta narración “Memorias de un Cimarrón” escrita en 1966 por Miguel Barnet a partir del relato del esclavo cimarrón Esteban Montejo y que retrata con extrema crudeza el rigor del sistema esclavista que imperaba en las Plantaciones y que tan bien plasmara Moreno Fraginals.
Creemos interesante también que el lector pueda acercarse al trabajo de Nina Gerassi – Navarro el cual le dará una interesante aproximación a esta obra. Hemos elegido este pequeño fragmento como complementario a la parte uno y parte dos.
La abolición de la esclavitud
La vida en los ingenios
Con todo ese tiempo en el monte ya yo estaba medio embrutecido. No quería trabajar en ningún lugar y sentía miedo de que me fueran a encerrar. Yo sabía bien que la esclavitud no se había acabado del todo. A mí me preguntaba mucha gente lo que yo hacía y querían saber, de dónde yo era. Algunas veces les decía: «Yo soy Esteban y fui cimarrón». Otras veces decía que había trabajado en el ingenio tal y que no encontraba a mis parientes. Ya yo tendría como veinte años. Todavía no habla dado con mis parientes. Eso fue más tarde.
Como no conocía a nadie anduve muchos meses de pueblo en pueblo. No pasé hambre, porque la gente me daba comida. Uno nada más que decía que no tenía trabajo y siempre alguien le tiraba a uno su bobería. Pero así nadie podía seguir. Y me di cuenta que el trabajo había que hacerlo para comer y dormir en un barracón por lo menos. Cuando me decidí a cortar caña, ya había recorrido bastante. Toda la zona del norte de Las Villas yo la conozco bien. Esa es la parte más linda de Cuba. Por ahí empecé a trabajar.
El primer Ingenio donde trabajé se llamaba Purio. Llegué un día con los trapos que llevaba y un sombrero que había recogido. Entré y le pregunté al mayoral si había trabajo para mí. El me dijo que sí. Me acuerdo que era español, de bigotes, y se llamaba Pepe. Aquí hubo mayorales hasta hace poco. Con la diferencia de que no golpeaban como en la esclavitud. Aunque eran de la misma cepa: hombres agrios y bocones. En esos ingenios después de la abolición siguieron existiendo barracones. Eran los mismos que antiguamente-. Muchos estaban nuevos, porque eran de mampostería. Otros, con la lluvia y los temporales, se habían caído. En Purio el barracón estaba fuerte y como acabado de estrenar. A mí me dijeron que fuera a vivir allí. Cuando llegue me acomodé en seguida. No era tan mala la situación. A los barracones les habían quitado los cerrojos y los mismos trabajadores habían abierto huecos en las paredes para la Ventilación. Ya no había el cuidado de que nadie se escapara, ni nada de eso. Ya todos los negros estaban libres. En esa libertad que decían ellos, porque a mí me consta que seguían los horrores. Y había amos, o mejor dicho, dueños que se creían que los negros estaban hechos para la encerradera y el cuero. Entonces los trataban igual. Muchos negros para mí que no se habían dado cuenta de las cosas, porque seguían diciendo: «Mi amo, la bendición».
No salían del Ingenio para nada. Yo era distinto en el sentido de que no me gustaba ni tratar a los blanquitos. Ellos se creían que eran los dueños de la humanidad. En Purio yo vivía casi siempre solo. Podía de Pascuas a San Juan tener mi concubina. Pero las mujeres han sido siempre muy interesadas y en aquellos años no había cristiano que pudiera mantener a una negra. Aunque yo digo que lo más grande que hay son las mujeres. A mí nunca me faltó una negra que me dijera: «Quiero vivir contigo».
Los primeros meses de estar en el ingenio me sentía extraño. Estuve extraño así como tres meses. Me cansaba de nada. Las manos se me pelaban y los pies se me iban reventando. A mí me parece que era la caña lo que me ponía así; la caña con el sol. Como tenía ese estropeo, por la noche me quedaba a descansar en el barracón. Hasta que la costumbre me hizo distinto. A veces se me ocurría salir por la noche. La verdad es que había bailes por los pueblos y otros entretenimientos, pero yo nada más que buscaba el juego con las gallinas.
El trabajo era agotador. Uno se pasaba las horas en el campo y parecía que el tiempo no se acababa. Seguía y seguía hasta que lo dejaba a uno molido. Los mayorales siempre agitando. El trabajador que se paraba mucho rato era sacado de allí. Yo trabajaba desde las seis de la mañana. La hora no me molestaba, porque en el monte uno no puede dormir hasta muy tarde por los gallos, A las once del día daban un descanso para ir a almorzar. El almuerzo habla qua comerlo en la fonda del batey. Casi siempre de pie, por la cantidad de gente amontonada. A la una del día se regresaba al campo. Esa era la hora más mala y la más caliente. A las seis de la tarde se acababa el trabajo. Entonces cogía y me iba al río, me bañaba un poco y después regresaba a comer algo. Tenía que hacerlo rápido corque la cocina no trabajaba de noche.
La comida costaba como seis pesos al mes. Daban una ración buena, aunque siempre era lo mismo; arroz con frijoles negros, blancos o de carita y tasajo. En algunos casos mataban a un buey viejo. La carne de res era buena, pero yo prefería y prefiero la de cochino; alimenta más y fortalece. Lo mejor de todo era la vianda; el boniato, la malanga, el ñame. La harina también, pero el que tiene que comer harina a pulso todos los días se llega a aburrir. Allí la harina no faltaba. Algunos trabajadores tenían la costumbre de irse a la mayordomía del ingenio para que le dieran un papel que les autorizaba a coger la comida cruda y llevarla al barracón. Cocinaban en sus fogones. Los que tenían su mujer tija comían con ella. A mí mismo me ocurría que cuando tenía canchanchana no iba a pasar los calores y la sofocación de la fonda.
Los negros que trabajaban en Purio habían sido esclavos casi todos. Y estaban acostumbrados a la vida del barracón, por eso no salían ni a comer. Cuando llegaba la hora del almuerzo, se metían en el cuarto con sus mujeres y almorzaban. En la comida era igual. Por la noche no salían. Ellos le tenían miedo a la gente y decían que se iban a perder. Siempre estaban con esa idea. Yo no podía pensar así, porque si me perdía, me encontraba. ¡Cuántas veces no me perdí en el monte sin hallar un río!. (1)
1.-Barnet, Miguel, Memorias de un Cimarron, Biblioteca Total, Memorias y autobiografías, Centro Editor de América Latian, 1978, Buenos Aires. pp. 39:41-
Edición y corrección: Van Hauvart Duart, Maximiliano L. Estudiante de Letras. FH, UNMdP